El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

martes, 14 de agosto de 2018

Cuando la luz se va


Mi abuela materna era bondadosa, dulce y ecuánime. Mujer trabajadora, pues desde antes de que el sol se pusiera en lo alto correteaba a los guajolotes para darles de comer. Su mirada, siempre serena, transmitía paz y su risa, discreta y limpia, se extendía a lo largo de las historias narradas. Una y otra vez me habló de brujas, bolas de fuego, toros, osos blancos apareciendo entre la lluvia, peces cayendo del cielo, hombres con cola de pescado que vivían en las aguas de la presa, niñas ciegas, sierpes  y  muchas historias que aún permanecen en mi mente.


La siguiente historia la hice basada en uno de sus relatos.


Por María Celeste Vargas Martínez

A mi abuela Francisca Cid,
por todas las historias transmitidas de boca en boca,
 surgidas en el campo mexicano.


El polvo me golpea en la cara y se cuela por la boca y la nariz. Los rayos del sol llegan a mi piel y la queman. El auto tras de mí se aleja pronto y se pierde en esa carretera polvorienta que lleva a la cabecera municipal. Contemplo la casa con sus paredes carcomidas y las tejas rotas a punto de venirse abajo.
El auto ha desaparecido por completo.
Mis ojos se fijan en los pequeños frutos colgando de ese árbol, por más de veinte años jamás ofreció nada a las bocas hambrientas de este campo ahora desolado. Dirijo mis pasos hasta él. El estrecho camino de piedra poco a poco se oculta bajo la tierra. Sonrío. Estiro el brazo y cojo el fruto: pequeño, de un verde puro. Lo limpio con mi camisa y me lo llevo a la boca. El sabor es dulce y su jugo refresca mi garganta. “Este árbol jamás dará peras”, dijo una vez mi abuela cuando quitó de una de sus ramas los calzones de mi primo. Su padre le había dicho que cuando una planta o árbol no florecía era necesario colgar en una de sus ramas unos calzones, de esta manera el árbol se apenaría y comenzaría a vivir. Ella lo hizo, pero después de un par de meses de no obtener resultados, tranquila, como era siempre, retiró la prenda del árbol y se encaminó a la cocina donde las llamas del fogón deshicieron la tela en minutos. Ella sólo suspiró… resignada.
            Regresé por el camino e introduje mi mano en la bolsa del pantalón. Saqué las llaves y las metí en la cerradura del pequeño portón que se abrió con un fuerte chasquido. Ahí estaba la casa, con su patio central, los corrales de las gallinas del lado derecho, las habitaciones del izquierdo y al fondo la cocina y ese moderno lavadero en el que mi abuela jamás se acostumbró a lavar su ropa. Atravieso el patio y dejo en él la pequeña mochila que pende de mi brazo. Me encamino a la cocina.  La puerta de madera sólo se sostiene con un par de clavos. La abro de un golpe y una nube de polvo se hace dentro. La mesa rectangular yace en medio del lugar, el fogón al fondo y el cuadrado lavadero para los trastos del lado derecho. Un viejo trastero, a punto de caerse, se encuentra de una pared que ya se ha separado de la casa y deja entrar una delgada línea de luz. A tientas busco el apagador, rogando que la compañía de luz se haya olvidado de esta casa abandonada: el foco se enciende. Una gruesa capa de polvo cubre ese fogón  que en mis  primeros años alimentó mi hambre y calmó mi frío.
Cierro los ojos y la veo ahí de pie junto al fuego haciendo tortillas: su cabello grueso sujeto en dos trenzas, la piel ya morena y curtida por el sol, las manos callosas del constante trabajo en el campo, sus ojos inquietos siempre hurgando todo y su sonrisa de niña, colocada en el momento preciso en sus labios resecos. Le sonrío y ella me corresponde. Me ofrece una tortilla con un poco de sal. La tomo y su tenue calor invade mi mano. Después, pone sobre mis manos un jarro con té de cedrón… el aroma de la bebida inunda mi nariz. 
            Cada noche, por diez años, mi abuela y  mis primos nos reuníamos en la cocina. De uno en uno atravesábamos la puerta de madera para probar el bolillo que no era recién hecho y el café de olla. Y mientras los alimentos eran devorados  por esos niños que trabajaban todo el día  en el campo, ella nos hablaba de los peligros  que encerraba la noche.
“Cuando la luz se va – decía ella, y al hacerlo sus ojos se  perdían en algún lugar –  ellas salen de sus escondites y se transforman. Deben cuidarse muy bien, porque siempre buscan niños para calmar su sed”. Cómo temblaba cuando veía que su vista vagaba por la habitación, sabía que ese era el momento cuando aquellos seres comenzarían a danzar en los labios de mi abuela. Entonces, iniciaban las narraciones de las mujeres de la noche quienes se quitaban sus piernas humanas para colocarse unas de guajolote y transformadas en bolas de fuego, danzaban alegres entre los árboles del río para después  volar sobre las casas desperdigadas de ese pueblo que poco a poco se iba extinguiendo. Cuando encontraban algún infante, entraban en las habitaciones por la rendija más pequeña de la puerta, dormían a los padres y bebían alegres la sangre de los niños. Y antes de que el gallo lanzara su cantar, a través de los cerros, para despertar al sol que aún dormía a lo lejos, ellas regresaban a sus casas a colocarse sus piernas humanas y caminar por la tierra como cualquiera.
-          En una ocasión, el esposo de una de ellas la espió y vio cuando ella guardaba sus piernas de guajolote en el fogón. Por la tarde, cuando ella fue al campo, él tomó las piernas y las quemó en la lumbre. Y cuando ella las buscó no las encontró, lloró como niña y se quedó siempre como humana, pues ya no tenía la manera de transformarse – nos decía mi abuela mientras bebía a sorbos pequeños su café.
-          Si alguien destruye sus piernas, ¿entonces ya no puede convertirse en bruja? – preguntó asustado mi primo Ramiro.
-          No – señaló ella. Y si el canto del gallo la sorprende en alguna casa, no podrá salir de ella hasta que el dueño le otorgue su permiso para irse. Don Francisco encontró a una en su cuarto y ella sólo dijo: “Canta gallo, quédate aquí”. 
Sí, siempre escuchábamos sus historias, a pesar de que ya nos las sabíamos de memoria.
Pero mi abuela no sólo nos hablaba de esas mujeres, sino también de la manera de combatirlas. Sabíamos que una bruja no entraba en la casa cuando se atravesaba en la puerta una escoba y se colocaban unas tijeras completamente abiertas. Si una de ellas pretendía entrar, las tijeras se cerraban y la mujer quedaba atrapada, hasta que el dueño de la casa la liberaba o la entregaba al pueblo.
-          La mujer de don Aurelio se encontró a su comadre sentada junto a la puerta. Asustada, le preguntó: “¿Comadre, qué hace aquí?”. Y la mujer sólo dijo: “Cómo quieres que me vaya a mi casa si me amarraste con las tijeras.”
Así que antes de ir a dormir, mi abuela colocaba en la “pieza grande”, como ella decía, una escoba cruzada y unas tijeras abiertas… de esta manera la maldad no entraba. Por si fuera poco, también nos obligaba a ponernos la playera al revés y antes de persignarnos, comprobaba que nuestra prenda de vestir estuviera volteada. Lo mismo hacíamos cuando, al caminar por el bosque, ruidos extraños comenzaban a escucharse a nuestras espaldas. Nunca volteábamos, era otra regla: jamás voltear cuando sentías a alguien tras de ti. Simplemente nos quedábamos quietos y con la mayor rapidez  volteábamos la camisa. Entonces, nuestro pecho poco a poco empezaba a latir  más lentamente, nuestros pies temblorosos reanudaban el  paso, los ruidos desaparecían y nadie nos hacía daño.
-          Y si ves a algún aparecido trata de platicar con él, porque si no lo haces seguramente querrá hacerte algo muy malo – me dijo mi abuela al ofrecerme otro taco.
-          Abuela, sabes muy bien que nada de eso es verdad. En diez años que viví aquí jamás me pasó nada – aclaré con una ligera sonrisa.
-          Nunca te pasó nada porque siempre seguiste mis consejos, pero todavía las mujeres de la noche andan por ahí… aún debes cuidarte – señaló ella clavando sus ojos verdosos en los míos.
Y al decir la última palabra su figura se desvaneció frente a mí y me quedé con ese suave olor a tortillas recién hechas. Me incorporé: el sol ya se había ido. Recogí mi maleta y abrí la pieza grande, que parecía ser el único lugar por el que los años no habían pasado. Los muebles habían sido vendidos por un tío que debía completar el pago del pollero para pasarlo al otro lado. En un rincón había un catre. Lo extendí y lo preparé para dormir: por la mañana llegaría un hombre que estaba dispuesto a comprar estas tierras.
Cuando la noche cubrió por completo el campo, las luciérnagas comenzaron a volar, calenté un poco de comida en el fogón y salí al patio a contemplarlas moviéndose luminosas por todas partes. Las estrellas se veían inmensas desde aquí. Cómo extrañaba este cielo lleno de luces. De reojo, vi una luz a la orilla del río, caminé hacia la puerta para ver mejor. Pensé que alguien estaría haciendo una fogata, mas la luz se movió: pasaba de un árbol a otro con gran agilidad. Un ligero frío recorrió mi cuerpo y mi pecho empezó a hacerse de más aire. Otra luz se unió a la primera y luego una tercera. Retrocedí un par de pasos y mis piernas parecieron titubear. Las luces comenzaron a acercarse, pero entonces me di cuenta que ya no eran tales, sino grandes bolas de fuego que se deslizaban veloces por lo negro de la noche.  Traté de quitarme la chamarra, pero mi brazo quedó aprisionado por una de las mangas. Quise desabrochar mi camisa y cuando levanté el rostro contemplé los ojos negros de tres mujeres, sonrientes, de pie frente a mí.
Cuando el sol salió, una camioneta se detuvo frente a la casa. Un hombre gordo y de camisa a cuadros se acercó a la anciana mujer que barría tranquila  el camino de piedra.
-          Disculpe madre, busco a Pablo Gómez, dijo que hoy me enseñaría las tierras – señaló el hombre mientras contemplaba a la mujer.
-          Él dijo que todo eran supersticiones y ayer eso en lo que no creía se lo llevó. Jamás lo volveremos a ver – agregó ella con una lágrima deslizándose por su mejilla.
El hombre la contempló sin saber a qué se refería. Caminó  un par de pasos y miró por la puerta esperando encontrar adentro a alguien más.
-          Pero él me dijo que viniera hoy… me enseñaría las tierras, quiero comprarlas – aclaró el hombre extrañado.
-          Estas tierras nadie las comprará… ellas vagan en la noche y de uno a uno se han llevado a todos. ¿Por qué cree que el pueblo está vacío? – dijo la mujer que en ese momento dejó de barrer. Será mejor que se vaya de aquí, pero antes no olvide ponerse la camisa al revés, porque ellas pueden fijarse en usted y no lo dejarán ir.

La evangelista





Mi abuela paterna tenía la mirada firme, como la de mi padre. Su risa era potente y sin preocupaciones.  Me contaba historias de muertos y tesoros enterrados en la sierra zacatecana. Hablaba de aparecidos que llevaban hojas de tabaco para cumplir sus promesas y otros quienes avisaban de su propia muerte. Mi padre dice que era ella quien escribía las cartas de las personas iletradas, pues al estudiar en una pequeña escuela particular aprendió a escribir de forma clara y precisa. Hice esta historia ficticia teniendo como referencia este hecho.



Por María Celeste Vargas Martínez  
A mi abuela Paulina,
con quien entendí que la oralidad
es importante para los pueblos.
Primera parte

Mónica barría sin prisa el patio de tierra.  En realidad ésta era una labor desperdiciada, pues a media mañana la tierra suelta se enredaría en los pies, volaría con el discreto viento y entraría en casa. Le gustaba barrer todas las mañanas y de no hacerlo sentía que la casa estaba sucia. Daba un escobazo aquí y otro allá para atraer las hojas secas y el polvo que no se había aplacado con el agua arrojada por ella.  La escoba de popotillo, bastante gastada por el uso, cumplía todavía muy bien su labor. 
Cuando el sol apenas lanzaba sus primeros brazos, Mónica se levantaba para comenzar con los deberes del hogar: asear las dos habitaciones que conformaban su casa, barrer el patio y preparar los alimentos, incluidas las tortillas.
-          Buenos días, Mónica – dijo una mujer mientras se detenía frente a la destartalada puerta de madera.
Con el rebozo cubriendo su cabellera y las manos ocultas debajo, para protegerlas del frío matinal, la mujer aguardó tras la puerta que separaba la casa de Mónica de la polvorienta calle en aquel pueblo de casas viejas de adobe, paredes de cal roídas por los años, y con marcas de las balas de antaño.
-          Pase, doña Rosa – dijo Mónica mientras recargaba la escoba en ese árbol de tronco torcido.
-          Disculpe que la moleste tan temprano, pero ayer en la tarde recibí esto y usted sabe… ¡Es más, no sé por qué el cartero la dejó en mi casa… Si ya sabe! – señaló la mujer mientras sacaba de sus ropas un sobre.
Mónica lo tomó, invitó a la mujer a entrar. Le ofreció una silla y ella se acercó otra junto a la ventana donde la luz caía por completo. “Estimada Rosa: Yo estoy bien por acá. ¿Tú y los chamacos cómo están? Ya el frío comienza a sentirse, pero no te preocupes que las casas son muy calientes y con tanto trabajo que tenemos pos a veces ni lo sentimos. La semana pasada me encontré a don Claudio, el que vivía allá cerca del arroyo chiquito. Está trabajando en un pueblo cercano, pizcando algodón. Está un poco acabado el pobre, pero le echa ganas pa’mandarle unos centavitos a su mujer. Rosa, vieras cómo extraño las enchiladas de chile rojo con adobera que siempre me hacías. Espero pronto ir al pueblo y comérmelas. Salúdame a todos y a doña Mónica. Juan Castro Rosales”. Terminó de leer Mónica y observó lágrimas en los ojos de la mujer.
-          No se preocupe doña Rosa, él está bien. Pronto volverá. Ya ve que aquí no hay manera de hacerse de algo… Lo único que tienen los hombres es irse para el otro lado – señaló la mujer morena mientras entregaba la carta.
-          Sí, doña Mónica… ¿Qué le va uno a hacer? – aclaró ésta al ponerse de pie y hurgar en el bolso de su mandil –. Luego vuelvo para que le responda a Juan.
La mujer se encaminó al patio y dio a Mónica el pago de la lectura. Ésta la llevó hasta la puerta de la calle y luego regresó a casa. Entró en su habitación y tomó una lata de café que estaba sobre el ropero. Guardó en ella el peso.
San Miguel era un pueblo pobre, de campesinos que vivían principalmente de sembrar maíz y criar vacas. La mayoría no sabía leer ni escribir y los pocos que lo hacían deletreaban con trabajos y su escritura a veces era ilegible. Por ello, todos recurrían a Mónica: carta que llegaba al pueblo pasaba por sus manos y la respuesta también era escrita por ella. Sabía leer sin dificultad y su letra destacaba por la belleza de sus trazos. Cobraba un peso por leer y un peso por escribir.
Mónica había estudiado con maestras particulares, un lujo no para cualquiera. Este hecho se debió al destino que de vez en vez señala el camino de los hombres y cuando uno lo cree marcado, algo lo hace virar y comienza a andar otro sendero. Todo comenzó una mañana cualquiera, cuando don Pancho entró corriendo en la casa de Oliva, la madre de Mónica. “Los cristeros se acercan, si quiere venir con nosotros partimos en dos horas”, dijo el hombre y se marchó a toda prisa. Oliva tuvo miedo, entró en la casa, hizo una pequeña maleta con ropa y algo de comida. Se encaminó con la vecina, quien le hizo saber que ella no se iría. Entonces Oliva llevó sus muebles a la casa de la mujer y le pidió resguardo para sus escasos y viejos enseres. 
Unas horas más tarde, Oliva y su pequeña hija se unían al grupo dispuesto a abandonar el pueblo. Mónica vio el maíz de su madre apilado en el patio, había sido un buen año y la cosecha era excelente. Dejaron todo y se encaminaron a un lugar seguro. Entonces el pueblo estaba compuesto por unas cuantas casas y pocas familias. Los habitantes de San Miguel habían escuchado del movimiento cristero, el cual cobraba fuerza: sus huestes iban en aumento. Ellos, campesinos sumidos en la pobreza, no podían enfrentarlos,  así que algunos decidieron huir. Los restantes se quedaron  firmes a  confrontar al pelotón.
Los cristeros llegaron esa misma tarde. Los hombres los esperaban armados en la plaza, atravesada por la calle principal. Pero aquellos abrían boquetes en las casas abandonadas y los sorprendieron por un costado. La batalla se efectuó y las balas no sólo se depositaron en las paredes y en la torre de la iglesia, sino en el cuerpo de varios hombres defendiendo su hogar. Los cristeros salieron triunfantes y el maíz de Oliva sirvió para alimentarlos a ellos y a los animales.
            El grupo que huyó se refugió en Valparaíso, una cabecera importante de Zacatecas, que desde luego también sufrió los embates del movimiento armado. Oliva se dedicó a hacer aseo y ayudar en diversas labores, de alguna manera tenía que mantener a su hija. Como entonces no había escuelas públicas, Oliva le pagó las clases a la niña en una pequeña escuela privada. Ahí aprendió a leer y escribir. 
Una delgada maestra se encargaba de la educación de la niña y de otros pequeños cuyos padres podían pagar la enseñanza. Cuando todo acabó, cuando Mónica había dejado la infancia a un lado, las mujeres regresaron a su pueblo maltratado por las armas cristeras.
            Y cuando Mónica se convirtió en mujer y se hizo responsable de sus hijos, vio en la lectura de cartas una forma de obtener el dinero siempre faltante y escurridizo en el hogar.
Mónica conocía la vida de todos. Sabía cómo vivían los hombres en el otro lado y cómo sus mujeres tomaban valor para hacerles saber que las cosas por acá marchaban bien, aunque no fuera así.
            Por la tarde Martha entró apresurada en la casa de Mónica.
-          ¿Podría escribir mi carta? – preguntó la mujer.
-          Sí, sólo déjeme llevar el agua para los niños.
Las dos entraron en la casa. Tres niños aguardaban dentro de la estancia agazapados en el piso. Mónica vació el agua en una cubeta y ellos comenzaron a lavarse. Martha, de unos treinta años, acercó dos sillas a la mesa y sacó de entre sus ropas una hoja y un sobre.  El hijo mayor de Mónica corrió a la habitación contigua. Arrimó con trabajos un viejo baúl verde al ropero, se trepó rápidamente en él y a tientas alcanzó la pluma de su madre. La llevó aprisa y se la entregó. La pluma siempre estaba fuera del alcance de los niños. El alto ropero era el mejor lugar para protegerla. 
Mónica se secó las manos en su delantal, aun cuando ya estaban perfectamente secas. Tomó el papel y la pluma y se dispuso a escribir.
-          ¿Qué le dirá usted? – preguntó a Martha.
-          Que… Querido Carlos – dijo la mujer nerviosa. Espero que estés bien, por aquí todos estamos bien. Los niños… los niños crecen muy rápido y yo… y yo…
Mónica detuvo su escritura y vio las manos de la mujer acariciándose el vientre.  Gruesas lágrimas rodaron por su rostro y con un grito desesperado comenzó a llorar. Mónica hizo señas a sus hijos para que salieran al patio a jugar. Los tres se encaminaron  cerca del pino.
            -    No llore, Martha. Todo estará bien – señaló con voz pausada.
-          ¿Cómo le digo? ¿Cómo le digo que…? Hace más de siete años que se fue, ya ni siquiera me acuerdo cómo es. En todo ese tiempo no me escribió ni mandó dinero… y ahora, y ahora me manda esto y… ¿Cómo le digo que su cama está ocupada? – preguntó la mujer llorando.
-          Ha pasado mucho tiempo y uno se tiene que resignar… – no terminó la frase.
-          A poco usted cree que Ramiro regresará. ¿Hace cuánto que se fue? Todos los que se van no regresan, se olvidan de nosotras. Se largan y nos dejan a los hijos y creen que con los centavos que nos mandan podemos ser madres y padres y terminar con la soledad… ¿Qué hace usted en la noche cuando va a la cama sola? – preguntó la mujer.