Manos
Por María Celeste Vargas Martínez
Un rayo de luna se cuela por la pequeña ventana e
ilumina los bultos tirados sobre el piso: ropa sucia, rostros cansados, manos
callosas y la pobreza adherida a la piel. Afuera, cientos de sonidos
entremezclados se combinan con el viento. Abultadas gotas de sudor resbalan por
mis sienes. Las noches son calurosas y los días aun más. Mis ojos se niegan al
sueño y sólo me dedico a contemplar el hueco de la pared. Mi madre decía que
mis ojos eran negros, profundos como la noche y al verlos la paz llegaba a
ella. Ahora, no sé cómo son mis ojos ni si aún propaguen la paz para los demás.
Mi bisabuelo me contó que hace muchos, pero muchos
años, zarpaban enormes barcos repletos de negros. Atravesaban los mares,
desnudos y encadenados, y con poco alimento cuando bien les iba. Llegaban hasta
tierras lejanas donde los hombres blancos, de ropa limpia y olorosa,
inspeccionaban sus dientes, sus cuerpos y tras el pago se los llevaban con
ellos. Su vida transcurría bajo los rayos del sol y si las enfermedades no los
mataban lo hacían los mismos hombres. Y cuando un barco era sorprendido en
altamar parte de la carga iba dar al fondo de las aguas. El llanto, los gritos
y el terror se apoderaban de todos.
Los ojos de mi bisabuelo se nublaban cuando llegaban a
él las imágenes pasadas de boca en boca. Entonces se acercaba el cigarro a los
labios, aspiraba fuertemente y después de un instante lanzaba el humo al
viento. Y una leve ráfaga lo llevaba lejos: atravesaba el pueblo, el río, la selva,
las montañas y se elevaba hasta las nubes donde desaparecía. Él decía que así
el hombre se deshacía de los malos recuerdos, pero sólo por un tiempo porque al
caer la lluvia los traía consigo y los depositaba en los ojos de los hombres,
de donde resbalaban y se adherían a su piel. Sólo así ningún ser humano podía
olvidar los recuerdos, las historias que han formado parte de su vida y de sus
antepasados.
Hace cientos de años de ello y para mí parece tan
cercano. No tengo fuertes dientes, mi cuerpo es débil y delgado. Es más, ni
siquiera soy un hombre, apenas tengo diez años. Pero yo también he zarpado en
barco, atravesado el mar escondido entre cajas y otros niños, y por mí también
han pagado.
Mi nombre es Onome y desde hace un par de años estoy
aquí en los plantíos de cacao de Costa de Marfil. Nací en una pequeña aldea
cerca del río Kuilú. Mi padre, Accre, tiene cuatro esposas con seis hijos cada
una. Yo nací de la última y más joven, con menos de treinta años encima y con
el hambre pegada a los huesos. Desde los cuatro años la acompañaba al mercado
empujando un destartalado carro de hojalata en el que vendíamos bebidas, café y
todo cuanto fuera vendible. Aprendí a reñir con los hombres que pretendían irse
sin pagar, a deshacerme del calor bajo la sombra del carro, y a engañar el
hambre con los múltiples olores que inundaban el mercado. Al llegar a casa
ayudaba a mi padre en las labores del campo y cuidaba a mis hermanos menores.
Pero un día un hombre llegó, habló con mi padre y los ancianos del consejo. Cuando
los vi salir de la pequeña habitación el hombre sonreía y le entregaba a mi
padre un fajo de dinero. Mi madre me hizo saber que debía abandonar la aldea y
seguir a aquel hombre: “Sólo por un par de años, después regresarás con mucho
dinero”. Vi los ojos tristes de mi madre mientras apretaba a mi hermano más
pequeño contra su cuerpo. Esa misma tarde mi padre se gastó una parte de los
quince euros que recibió por mí, bebiendo con sus amigos. Después aquel hombre
alto, delgado, de mirada penetrante, vino por mí y cinco niños más. Todos
partimos cuando los sonidos de la selva comenzaban a inundar la noche. Yo era
el más joven del grupo. Todos caminamos en silencio a las orillas del río
Kuilú. Nuestros estrechos pies se impregnaban de la tierra suelta del camino y
las delgadas sandalias, remendadas una y otra vez, parecía que darían su último
respiro. Nuestros pasos eran apresurados, guiados por la sombra silenciosa del
hombre alto.
Después de caminar un par de horas llegamos cerca de
otro poblado donde un vehículo esperaba. Nos subimos rápidamente a él y nos
acomodamos en los lugares vacíos, pues había más niños y el chofer aguardando
nuestra llegada. El viaje fue largo y desde mi lugar sólo podía ver la cabeza
rapada de un niño mayor. El carro saltaba constantemente por lo estrecho y
descuidado del camino y el crujir de la hojalata me hacía pensar en que mi
madre empujaría sola el carrito al mercado. Antes de llegar a un retén, el
hombre que me había comprado bajó del carro para charlar con los guardias. Me levanté
un poco y asomé los ojos por el maltratado vidrio, lo vi a él y a los
sonrientes guardias recibiendo dinero. Regresó al auto, pasamos sin problemas.
A lo largo del viaje el auto se detuvo un par de veces más, el hombre bajaba y
yo imaginaba las escenas siguientes. Tenía hambre, no había comido nada desde
la mañana e imagino que los otros niños estaban en la misma situación que yo.
Paramos cuando el sol estaba a punto de salir. Llegamos a un poblado donde una
leve brisa nos daba de lleno en el rostro. Los hombres guardaron el auto en un
viejo edificio y nos indicaron que durmiéramos un rato. Nos acostamos sobre el
piso viejo, uno cerca del otro.
Un par de horas después, el sol me dio de lleno en la
cara y pude ver al hombre alto que entraba al lugar llevando consigo unas
bolsas de plástico. Un fuerte olor invadió mi nariz y entró de golpe a mi
estómago: “Despiértalos”, le dijo al chofer. Yo me incorporé en cuanto lo sentí
venir y algunos de los niños también: el olor los había despertado. Todos
teníamos hambre, pero nadie estaba dispuesto a hablar. Nos ofrecieron un poco
de pan con pescado, que en realidad no sabía tan bien, pero servía para aplacar
el hambre. “Ya hablé con el capitán: todo está bien”, dijo el hombre al chofer
mientras le ofrecía pan y café.
Seguía con hambre. La comida sólo había despertado más
mi estómago vacío, pero ya no había nada en la bolsa. Miré a los otros niños,
mis cinco acompañantes eran vecinos de la aldea, a los otros diez no los
conocía. Sólo cinco de ellos se veían más jóvenes que yo, los demás eran
mayores. Los pequeños iban descalzos, con pantalones cortos y desgastados y
camisas sin mangas que en otro tiempo fueron de colores claros. Sus ojos
inspeccionaban todo cuanto había en esa gran habitación que servía de cochera y
cuarto de trebejos. Parecían asustados y dos de ellos tal vez eran hermanos,
siempre estaban juntos, compartían la comida y se cuidaban de los demás.
Pasamos el día encerrados en esa habitación escuchando
a lo lejos los gritos de la gente en algún mercado, y extraños sonidos, como de
bramidos de un gran animal enojado. Por la tarde, uno de los niños mayores se
dirigió a los hombres y les exigió alimento. El chofer rió y el hombre alto
golpeó al niño en la cabeza: “Se comerá cuando yo diga”, ladró. Un par de horas
después salió para regresar casi de inmediato llevando consigo una bolsa con
algo. Nos arrojó el contenido y varias frutas rodaron hasta nuestros pies. Nos
lanzamos sobre ellas y las devoramos inmediatamente.
Al anochecer nos pusimos en marcha. Caminamos por
varias calles hasta que llegamos a un lugar donde barcos aguardaban. Imaginé
que esos grandes animales eran los que rugían durante el día. Rodeamos un viejo
edificio construido de madera maltrecha y con olor a orines. Llegamos hasta un
roído barco, que en sus buenos tiempos había sido rojo. Jamás había visto uno
de cerca. Sólo los conocía por las historias de mi bisabuelo. Eran enormes e
imaginé cuántas personas podían guardar en sus entrañas y entonces me dio
miedo. Mi estómago comenzó a temblar y pensé que nos desnudarían y encadenarían
ahí adentro. Retrocedí, pero el chofer me dio un empujón. Mis manos comenzaron
a temblar y mis ojos inspeccionaban el lugar: cientos de cajas apiladas aquí y
allá, un edificio viejo con una débil luz pendiendo de una roída lámpara y dos
autos con policías se divisaban a lo lejos, en la entrada de una calle
estrecha. Un par de guardias se acercaron a nosotros y recibieron su respectivo
pago, después de reñir un poco con el hombre alto. Subimos al barco por una escalinata
de madera. Al llegar, un hombre viejo y de barba blanca nos recibió sonriente:
“¡Ah, buena compra, muchacho! Con ellos el barco está lleno”, dijo a los
hombres. Otro hombre, pequeño y de grandes manos, nos indicó el camino. De
reojo vi a aquellos despedirse. Bajamos por una escalinata de metal, llegamos
hasta una oscura bóveda donde todo era silencio y un olor pestilente inundaba
el aire que debía ser puro. El hombre nos dejó ahí y puso en nuestras manos un
poco de pan. Lo devoramos inmediatamente.
Sólo cuando se escuchó el ruido de sus zapatos
chocando contra el último escalón, una tenue luz se hizo de la nada: cientos de
rostros estaban ante nosotros. En el lugar había algunas cajas apiladas y
niños, mujeres y adultos con ojos asustados apretujados unos contra otros. Se
escuchó el llanto de un bebé.
El barco comenzó a moverse y nuestros cuerpos a
titubear. Al principio el movimiento era lento, después aumentó su
intensidad... mi estómago comenzó a protestar. Durante el viaje, algunos
hablaban del dinero que ganarían pizcando café en las tierras fértiles de Costa
de Marfil. Otros hacían planes diciendo qué se comprarían después de un par de
años de trabajar. Yo no sabía qué decir. Uno de mis hermanos mayores había
partido al lugar años atrás y regresó diferente. Ya no sonreía, sus manos eran
rudas, sus ojos perversos y su cuerpo estaba lleno de cicatrices, aunque con
dinero en los bolsillos.
Pasamos largas horas en ese lugar. De vez en vez se
escuchaba el llanto de un niño y una madre le cantaba en voz baja una canción
de cuna que también me arrulló a mí. Después de algunas horas, el barco comenzó
a moverse más... los que habíamos logrado dormir despertamos de súbito. Los
apresurados pasos de un hombre bajando por la escalera nos pusieron alerta.
“Vamos, vamos, todos deben subir”, dijo mientras daba empellones a los más
cercanos a él. Subimos corriendo las estrechas escaleras, y ya cerca de la
salida perdí una de mis sandalias. No tuve tiempo de regresar pues otros niños
apresuraban más mis pasos. Salimos todos de nuestro escondite. La noche era
negra e inmensa. El cielo estrellado y sólo una luz tenue se veía acercarse a
nosotros. El capitán del barco se acercó a un par de hombres de su tripulación:
“Están a media hora de nosotros”, fue todo lo que dijo y regresó por donde
había venido. El llanto se hizo presente. Mi corazón estaba a punto de salir
del pecho, y mi cuerpo húmedo temblaba. Miré a mi alrededor: los niños pequeños
lloraban, las mujeres abrazaban a sus hijos con gruesas lágrimas en los ojos y
los hombres, con los ojos enormes queriendo salirse de las cuencas, veían
despavoridos hacia todos lados. La luz se acercó y una especie de puente de
madera llegó hasta nuestros pies. “Suban”, gritó el capitán. Apresurados
obedecimos. El puente era estrecho, nuestros pasos rápidos y algunos titubearon
en la oscuridad de la noche y sólo escuché sus gritos y el choque de sus
cuerpos cayendo al mar. Pasamos a un barco todavía más viejo que el anterior.
—Estarán aquí pronto —dijo el viejo capitán a un
hombre más joven del otro barco.
—¿Cómo supieron? —preguntó aquél.
—¡Esos malditos saben todo! Si me atrapan con esta
carga no saldré jamás de prisión —señaló al capitán alterado.
—No hay lugar para todos —musitó el más joven.
—¿Y qué hago con ellos? —interrogó el capitán
enfadado.
—Tú sabrás... ¡El mar acepta todo! —gritó el hombre
mientras ordenaba a los suyos quitar el puente.
Volteé y vi los ojos extrañados de quienes se quedaron
a bordo. Algunos hombres trataron de saltar, pero no alcanzaron su objetivo.
Entre los que se quedaron pude ver a los pequeños hermanos que se abrazaban
mientras sus ojos eran devorados por el espanto. Los hombres del capitán
acercaban a ellos toneles y otros objetos de donde amarraban largas cuerdas. El
golpe de un niño me hizo vigilar mis pasos. Bajamos hasta un lugar no tan
grande como el primero, pero con poco espacio. Había ahí más niños y niñas y
algunos hombres y mujeres, y en poco tiempo el calor se hizo insoportable. Un
penetrante olor a orines y excremento invadió inmediatamente el espacio.
Algunos sollozos se dejaban oír de vez en cuando, pero el silencio reinó por un
largo rato.
Después del susto alguien dijo: “Su barco fue
alcanzado por las autoridades”, y al decirlo lo hacía con temor y orgullo de
que el de ellos hubiera salido bien librado.
No había espacio para recostarnos o por lo menos
sentarnos. Si alguien hacía eso seguramente sería aplastado. El oxígeno se hizo
caliente y pesado. De pronto sentía cómo mi pecho se aceleraba más y más.
Algunos comenzaron a gritar, un par de mujeres cayeron al piso. Después de una
hora, tal vez, una puerta se abrió en lo alto y una leve brisa entró de repente
y refrescó el ambiente.
Por la mañana el sol iluminó el lugar. Los hombres del
barco arrojaron un poco de agua y trozos de fruta y pan. Quienes lograron
hacerse de algunos pudieron comer. A las pocas horas el barco se detuvo, pero
no salimos hasta caída la tarde cuando nos indicaron que lo hiciéramos.
Descendimos. El piso se movía bajo mis pies. Unos viejos autobuses nos
esperaban. Hicimos filas y antes de subir a los vehículos alguien puso en
nuestras manos una fruta. La comí frenético. Llegamos a una finca cuando el sol
aún no se metía. Bajamos y un grupo de hombres esperaba al lado de los
autobuses. Nos formaron por tamaños y ellos se acercaron a nosotros. Nos
señalaban y otros hombres nos apartaban y formaban más grupos. Después, subí a
otro auto con varios niños y algunos adolescentes. Un hombre viejo nos miraba
con una leve sonrisa en el rostro.
Ya entrada la noche llegamos a otra finca. Descendimos
del vehículo y unas mujeres, negras y delgadas como la noche, nos ofrecieron
algunas mantas y un poco de alimento. Ese día dormimos al aire libre.
A la mañana siguiente nos levantó temprano la voz de
un negro prominente y chimuelo. Puso en mis manos un asador y unos trozos de
madera: “Tienen que hacer los tabiques para construir las casas”, bufó y nos
miró con recelo a todos. Seguimos a un par de adolescentes delgados. A media
mañana ya estaba con los pies embadurnados de lodo y sin saber dónde había
quedado mi otra sandalia. Hacíamos los tabiques y cuando estaban secos los
apilábamos de siete en siete sobre nuestras cabezas para llevarlos donde otros
niños se dedicaban a la construcción de las casas. Los primeros días creí no
poder. El lodo se deshacía en mis manos y ningún ladrillo salía de ahí, pero
cada golpe del hombre chimuelo me hizo no dudar y aprender rápido.
Después de construir la casa, llegó la pizca. Desde
temprano nos levantaba aquel hombre y con un golpe en la cabeza rapada nos
hacía saber que era hora de comenzar a trabajar. A mediodía llegaban hasta
nosotros un par de adolescentes cargando unas ollas. Una de ellas delgada y de
largos y gruesos huesos, la otra pequeña y cabello enredado en el cráneo.
Mientras una de ellas servía la escasa comida, el hombre chimuelo se llevaba a
la otra hasta las casas donde hacía lo que hacían los mayores. Cada día se
llevaba a una diferente y cada día cada una de ellas regresaba con un ojo
morado.
Día con día mis manos se hicieron fuertes. Y con el
paso de los años las manos de todos se han forjado, de pequeñas extremidades de
niños, a fuertes y callosas manos de hombres. Entre la oscuridad mis manos
buscan la colilla que tirara el hombre chimuelo por la tarde. La encuentro, la
enciendo y aspiro fuerte para luego lanzar el humo al viento. Lo veo alejarse
por la ventana. Y los recuerdos de los años en estos campos se van lejos, para
que luego, algún día cuando esté en mi aldea la lluvia caiga y deposite en mis
ojos estos duros recuerdos y ahora, aunque sea sólo un momento, me olvide de
todo y escuche la voz de mi madre susurrando entre los cafetales: “Onome,
regresarás con mucho dinero”.
La lectura me hizo ver las imágenes de todo ese viaje y el final en esa aspiración de recuerdos la continuidad de esa vida que no termina.
ResponderEliminarQuien haya leido algo de la Historia humana podria entender y hasta sufrir con la lectura los padeceres de Onome. Cuántos Onomes hoy se pierden entre los tantos otros rostros de la esclavitud moderna?
ResponderEliminarDigno de Leerse. Saludos