El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

viernes, 23 de mayo de 2014

¿Quién dijo que para contar historias se debe saber leer y escribir?

Les comparto una nueva publicación que forma parte del libro electrónico "Doble  en las rocas",  recientemente dado a conocer por Editorial Letralia (Venezuela, Mayo de 2014). La Editorial festeja su cumpleaños número 18 con  esta edición de autores de varios países. "Iletrado" surge de la tradición oral heredada de mi abuela Francisca, quien nos narraba sorprendentes historias nacidas en el campo mexicano. Una manera de rescatar la importancia de la oralidad  en las comunidades rurales. De ahí, el título de esta entrada: ¿Quién dijo que para contar historias se debe saber leer y escribir?





Iletrado




 Iletrado
Él no sabía leer ni escribir. Cuando iba a la ciudad a vender quesos, habas, quelites y algún guajolote por encargo, tomaba el autobús color de cielo. Se bajaba en el puente lleno de vida como el pasto del campo, “donde usted dobla pa’la derecha”, le decía al chofer. Conocía cada una de las calles de la colonia donde los jueves se ponía el mercado, y él ofertaba su mercancía, porque se guiaba por imágenes: la casa alta de ventanas tristes era donde entregaba el guajolote; la calle que está dos calles arriba de la casa donde en la pared está pintado un refresco; la calle de las casas del color de la sangre; y la calle del perro que siempre le ladra. Sí, conocía todas las calles. Él llegaba temprano cargando un bote de veinte litros en cada brazo y uno más prendido a un lazo que sostenía con su frente y caía en su espalda. Ahí llevaba su mercancía. Primero repartía los encargos, después vendía en el mercado.
Era moreno, de ojos negros y pequeños y frente amplia. Sus dientes estaban amarillos por el tabaco y la falta de aseo. Sus manos eran estrechas, de anchos dedos y llenas de callos. Conocía bien las monedas y sabía dar el cambio. Comía alguna memela o quesadilla de las mujeres, que al igual que él llegaban en el autobús cargando botes, costales y anafres.
Por la tarde regresaba al pueblo. Sabía que, además del autobús azul, también lo acercaba aquel del color de la tierra en cuyo costado había un rayo de sol. Lo abordaba. Entonces, cansado, con el sudor seco en las sienes y los pies dolidos, retornaba a su casa. Dejaba atrás el apretujar de la gente, las voces, el ruido, los empujones y los insultos. Un día alguien le dijo: “indio iletrado”, y él no entendió el insulto. Sí era indio, por sus venas corría sangre mazahua, hablaba jñatio y había aprendido español siendo muy niño. Sin embargo, ¿qué era iletrado?
Sí, Fidencio no sabía leer ni escribir, pero jamás he conocido a nadie que cuente historias tan majestuosas como las narradas por sus labios. Los fines de semana se levantaba muy temprano y comenzaba la labor del campo: alimentar a las gallinas, cambiar el agua de las aves, llevar a pastar a las vacas y revisar el sembradío. Cuando el sol estaba en medio del cielo y hasta él llegaba un olor a sopa con jitomate, a habas asándose en el comal y chile tatemándose a su lado, sabía que era hora de comer.
—Las tripas me rugen de tanta hambre —le decía a su esposa.
—Pos anda, ya siéntate... las tortillas están calientitas —aseguraba ella.
Fidencio jalaba la vieja silla, como la costumbre nos hace realizar algunos actos sin pensarlo, y se acercaba al fogón, ahí comía. Sin mesa ni manteles ni nada. Él y Panchita, su esposa, colocaban el plato cerca del fogón, se servían tacos de salsa y así acompañaban la sopa y los frijoles negros que nadaban en ella. Disfrutaba la comida, acompañada de un vaso de pulque.
Y cuando el sol se iba, cuando un ligero viento abofeteaba el rostro y las nubes blancas comenzaban a tornarse de un color menos pulcro, la casa solitaria de ese par de viejos se transformaba. El silencio de ambos moría tan lentamente como llegaba la noche. Y sus pasos aislados tomaban un nuevo sendero.
En el fogón se colocaba una gran olla de barro donde hervía el café con un trozo de canela. Fidencio sacaba su vieja silla, su amada silla, la ponía frente a ese círculo de tierra muy próximo al corral de los animales. Tomaba pequeñas piedras y rodeaba la tierra sin pasto: delimitaba el espacio dador de vida. De aquí y allá se hacía de ramas, encendía la fogata y sólo se distraía cuando en la hojarasca los pequeños pies comenzaban a hacer ruido. Entonces volteaba y allá los veía venir: uno a uno iban llegando los niños. Los hijos de Fortino, los de Claudia, los de Juana y Martiniano, los de Chole y desde luego los de Rocío, aunque ella estuviera peleada con los viejos y no les hablara.
Fidencio sonreía. Imaginaba que la milpa paría de uno en uno a los niños cuyos pies los llevaban a rodear el círculo. Nacían de pronto, moviendo las matas de maíz, esquivando los frijoles tiernos y las flores amarillas: “La tierra siempre provee”, decía para sí mismo al continuar con su labor.
—Siempre tan puntuales —señalaba Fidencio.
—Sí, en cuanto el sol se va sabemos que ya debemos encaminarnos pa’cá —aclaraba Eustolio.
—¿Qué nos contarás hoy, Tata? —preguntaba una niña.
Tata... Tata era como le decían todos esos pequeños carentes de parentesco con él. Fidencio sabía que no sólo la sangre creaba lazos familiares: la bondad, el amor y el respeto también lo hacían. Por ello disfruta escuchar la palabra Tata en los agrietados labios de los niños.
Entonces, Fidencio se sentaba y Panchita le llevaba una jarra de pulque, curado por él mismo, y café para los niños. El viejo tomaba la jarra con sus manos callosas y decía algo en voz baja. Después bebía con calma mientras los niños lo observaban. Cuando la jarra iba a la mitad, cuando los ojos de Fidencio estaban rojos y cuando sus manos temblaban ante la única bebida embriagante que los pobres tenían a su alcance... sólo entonces sus labios se abrían y las historias nacían. Corrían fluidas, vivas... amadas. Los niños escuchaban asombrados los relatos inverosímiles.
Los minutos pasaban y los personajes jamás imaginados danzaban entre el fuego. Caballos rojos, montados por una damisela envuelta en fuego recorrían el cielo de un pueblo habitado sólo por niños, quienes vivían en casas de paredes transparentes. Y a lo lejos se podía ver la montaña siniestra donde una urraca, que al caer la noche tomaba la forma de una mujer, vivía en un alto árbol de ramas violeta. Y si los niños ponían la atención precisa podían ver, danzando entre el fuego, a la rana parlanchina, al tejón ladrón y la mujer de cabellos largos, habitante del fondo del río.
Mientras algunos se embriagan con el pulque y perdían el conocimiento tumbados en los pisos de tierra de la cantina, allá a las faldas del cerro, la imaginación de Fidencio parecía despertar. Y a cada trago su cabeza se despejaba, levantaba los ojos enrojecidos por la bebida y en la noche oscura, entre la luz de las estrellas y las luciérnagas, imaginaba historias. O mejor dicho: las vivía.
—Oye Tata, ¿y ese toro de fuego puede venir en la noche y llevarnos con él? —preguntó un niño.
—Claro que no. Todo lo que sale de mi boca está aquí y aquí —dijo él al tocarse primero la cabeza y luego el corazón.
—¿Tampoco está la mujer con las piernas de guajolote? —preguntó una niña.
—Tampoco —aseguró el hombre.
—¿Y el hombre con cola de pescado que se lleva a los niños?
—No, él menos está —dijo Fidencio y tomó otro trago de pulque.
Entonces una luz se hizo en sus ojos y me miró fijamente: yo, un citadino llegado al pueblo hacía apenas unos meses, lo observé con detenimiento. Fidencio permitía que los adultos rodeáramos la fogata y escucháramos sus historias. Estiró la mano: “Tenga, amigo, tal vez necesite despejarse un poco la cabeza... la ciudad siempre atolondra a la gente”, me dijo. Tomé la jarra y bebí: jamás había tomado pulque. Pensé que su sabor sería desagradable... por el contrario, tenía un ligero dejo a amaranto. Bebí nuevamente y el líquido bajó por mi garganta, se depositó en mi estómago y de pronto sentí algo extraño recorriendo mi cuerpo. Escuché un ligero crujido, como si algo en mi cabeza se rompiera, y por primera vez desde hacía cinco meses logré ver el campo con otros ojos. Primero percibí un fuerte olor a animales, después llegó hasta mí el aroma del café disfrutado por los niños. Cerré los ojos y escuché el viento susurrando al pasar entre los sembradíos, es más, creí escuchar una risa cuando movió las ramas de la rosa de castilla que yacía a mi lado. Asustado abrí rápidamente los ojos y vi el cielo limpio, negro, con miles de puntos luminosos tarareando en lo alto. Estiré la mano y toqué a las luciérnagas y escuché su delicado aleteo cuando pasaron cerca de mi oído. Todos mis sentidos se habían abierto.
Jamás había bebido nada. Es más, era enemigo de cualquier bebida embriagante del cuerpo y la mente. Siempre relacioné el alcohol con la violencia y la falta de cordura, al ver a mi padre cayéndose de borracho. Pero ahora, ante la jarra de Fidencio que me pasaba de vez en cuando, esa bebida blancuzca y babosa me parecía el mejor elíxir para despertar los sentidos. Llevaba cinco meses sin escribir nada. Había dejado la ciudad, cansado del ruido y el tráfico, y me había refugiado en ese pequeño pueblo donde un conocido me vendió una casa. Todos los días me sentaba a escribir, al menos eso creía yo, al nacer la mañana. Llegaba el cantar de las aves, el mugir de las vacas y el ladrar de los perros. Y caía la tarde y yo seguía pegado a mi computadora sin teclear una sola palabra valiosa.
Ahora, después de tomar el pulque, mi mente se había despejado. Dejé a Fidencio, los niños y sus padres y me senté frente a mi máquina. Escribí, pero no escribí las historias brotando de mi imaginación, sino que me dediqué a plasmar los relatos nacidos, durante mucho tiempo, de los labios de Fidencio.
Un par de semanas después me encontré con el viejo tambaleándose a lo largo de la carretera. Se quitó el sombrero y, al hacerlo, pensé que se vendría hacía abajo. Olía terriblemente a mezcal y pulque. Sus dientes amarillos me sonrieron y después de un breve silencio me preguntó qué era iletrado. Al verme había recordado el viejo insulto en la ciudad. Yo, dudando, le respondí: “Es quien no conoce la letra escrita”. Él guardó silencio un momento y aclaré: “Quien no sabe leer y escribir”.
—¿Y todos lo que saben leer y escribir también saben contar historias como las mías? —me preguntó él con una incertidumbre notable.
—No —dije yo en seco.
—¿Si yo supiera leer y escribir podría contar mejores historias? —volvió a preguntar él.
—No —dije yo de forma sincera, pues Fidencio tenía una forma extraordinaria de narrar historias.
—¿Entonces para qué me serviría leer y escribir? —interrogó él.
—Para nada —le dije yo sin dudarlo. Yo sé leer y escribir y no puedo contar las historias que tú cuentas.
Fidencio guardó silencio un momento, se acercó a mí y me abrazó: “Si supiera que ayer por la noche cuando llovía, salí al corral para ver a mis gallinas que no dejaban de hacer alharaca. Entonces, miré pa’llá pa’l cerro y vi cómo un rayo iluminó el contorno oscuro... y entonces, todo el cerro se movió y se puso de pie... la tierra se estremeció... el durmiente fue despertado por el rayo”, dijo él arrojando su aliento alcoholizado sobre mi rostro. Nos fuimos los dos, rumbo a su casa, mientras él me narraba la historia de los durmientes de piedra, que a simple vista sólo eran cerros y montañas, pero a veces eran despertados por los rayos y entonces recorrían la tierra vigilando a los humanos.

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