Por
María Celeste Vargas Martínez
“Debí
irme a los seis meses”, fue la frase pronunciada por mi madre aquél día. La
repetía una y otra vez mientras estaba sentada sobre el piso arrojando agua
salada a mares. Yo, asustada, la vi
desde la puerta de mi recámara; sentada ahí, con las manos temblando y
el maquillaje fuera de lugar. Lloró por un largo rato, primero tragándose los
gritos, después se cubría la boca con un cojín, para que nadie escuchara. Estuvo ahí
por más de una hora. La noche cayó y ella ahí llorando, con manos temblorosas
golpeando el piso, sus piernas, el rostro… yo con miedo, no sabía qué hacer. De
pronto, mi estómago produjo un grito, ella volteó y me vio. Jamás olvidaré esa
imagen, como muchas otras fijas en mi mente, su rostro estaba totalmente
descompuesto y las escasas arrugas se marcaban profundamente; la piel
enrojecida, los ojos llenos de líneas del mismo color, su boca babeando y el
cabello despeinado. Su cabello castaño rojizo sobre el rostro blanco. Esa no era mi madre: mi madre era un roble,
fuerte, alto, incapaz de ser movido por el viento.
- ¡Esa
no era mi madre! – digo quedo.
Observo
mi reloj y todavía faltan veinte minutos para la hora indicada.
Suspiro
y quizá lo hago fuerte porque la hija del matrimonio frente a mi voltea a verme;
su madre le da un tirón a la manga del suéter y ella regresa la vista al plato.
Un par de minutos después la mesera les lleva la cuenta y se alejan. El padre
sostiene a la niña de la mano y los tres ríen alegres mientras se pierden en
los pasillos de esa plaza comercial.
Sonrío.
- ¡Una
bella familia! – me digo.
Al
salir del baño, donde mi madre sólo tardó cinco minutos, una sonrisa se dibujó
en su rostro y me tomó por los hombros: “Bueno calabacita, es hora de cenar”,
me dijo y me dio un beso. Ahí estaba ella, preparando la cena, con los ojos
húmedos y las manos todavía temblorosas, fingiendo, como si nada hubiera
pasado. Cenamos con calma mientras observábamos una película, yo reía de vez en
cuando, pues fácilmente olvidaba lo acontecido… o mejor dicho, olvidaba las
lágrimas derramadas por mi madre desde días atrás. Ella, también reía de pronto, cuando yo la
veía, pero le costaba trabajo no volver a llorar.
- Todo
saldrá bien – me dijo al darme un beso en la frente y cubrirme con las cobijas.
Esa
noche, como las siguientes durante ocho meses, la escuché llorar. Cuando la casa estaba en penumbra lloraba… en
silencio, como un ligero quejido, pero lloraba. Se dormía hasta la madrugada
cuando el llanto y el dolor la vencían, ni siquiera sabía que dormía. Lloró
mucho y yo pensé que su cuerpo se secaría de tantas lágrimas derramadas. Una
noche la soñé decrépita como una pasa, con los ojos hundidos y una mueca en los
labios.
La
mesera me trae la taza de café, sin azúcar ni crema, como me gusta. Mi mano
derecha tiembla un poco, pues los nervios se apoderaron de mi cuatro días
atrás. El restaurante está casi vacío, en media hora la selección mexicana
jugará contra Brasil en un juego amistoso y eso tiene a toda la gente plantada
frente a la enorme pantalla en la explanada principal de la plaza. Sólo dos familias aguardan al fondo mientras
sus hijos pasan el tiempo en los discretos juegos del lugar. Un niño llora y su
padre se apresura a averiguar el motivo.
Cierro
los ojos tratando de recordar algo de él: no puedo hacerlo. Usaba lentes y era
gordo, como un vago sueño creo recordar, sin la certeza de que eso sea así o
simplemente un falso recuerdo en mi mente confundida. Pero a veces una imagen llega.
- ¡No,
mami, no por favor… es la única que queda! – le grito con los ojos llorosos, los mocos escurriendo
y bajando a mi boca.
Ella
toma la foto y la rompe: la hace pedazos. Después la deposita en esa enorme
bolsa negra donde yacen los trozos de todo indicio de mi padre. En la casa no
hay ni una sola imagen de él. Las fotografías de viajes, los festivales
escolares, las fiestas, las comidas: todo se ha transformado en cientos de
pedazos de olvido en las manos de mi madre. Las fotografías de su boda fueron
las primeras en desaparecer, las rompió a golpes contra la escalera. En las
paredes sólo quedan imágenes de nosotras dos y en mi celular también borró
todo; a la semana siguiente compró un par de celulares, cambió nuestros números
y entonces él se esfumó por completo: no quedó nada. Con ocho años encima no
entendía mucho y la odié, la odié por mucho tiempo… por haberlo desaparecido y
alejado de mí.
- ¡Mejor
te hubieras ido tú! – le dije ese día y ahora
me arrepiento de ello, pues ella lloró durante dos horas debido a mi
frase y siempre he pensado que eso la hizo tomar la decisión.
Ahora la entiendo.
Para
mí, en ese entonces, mi padre era mejor
a mi madre. Él era simpático, risueño, amable, comprensible, juguetón, me daba
excelentes consejos y jugaba mucho conmigo. No era mi padre, más bien era un
amigo. Ella… ella, era rígida, estricta, muchas
veces se ponía de malas y me reprendía. Ella era quien me corregía y me
llamaba la atención. Siempre me molestaba enseñándome algo y me obligaba a
hacerlo en lugar de permitirme jugar: “Así debe barrerse, el piso debe estar
muy limpio, los trastos se enjuagan de esta manera, a la pintura debes
agregarle esta cantidad de agua para que se adhiera a la pared y mezclarla muy bien… si tomas el martillo de
esa forma se te caerá de las manos y te pegarás”. Sí, mi padre era una especie
de hermano, todo era broma y juego, y mi madre siempre estaba ahí para
reprendernos. Mi madre era la madurez, la inteligencia, el verdadero sentido de
la vida, mi padre el inmaduro, infantil, despreocupado, absurdo, distraído,
incapaz de meditar sobre la vida y el futuro… ahora lo veo así.
Observo
el reloj y aún faltan diez minutos: mi corazón se saldrá del pecho y mi mano
temblorosa derramará el café. “¡Tranquila!”, dicen mis labios. Pero ahora no en
un susurro sino algo más fuerte. En la
televisión del restaurante cuentan los minutos para el inicio del partido, pero
el local sigue vacío. La gente yace afuera o en los lugares donde venden cerveza. Los
rostros de los meseros parecen
aburridos, quizá esperaban un lleno total.
- ¡En
diciembre cumplo años! ¡En diciembre cumplo años! – un niño, descalzo y con las
calcetas blancas completamente negras, pasa corriendo a la mesa de sus padres y
desaparece inmediatamente.
- ¡Él
se fue en diciembre! – sigo hablando sola.
Fueron
ocho meses de infierno. Mi madre llorando, deprimida, la sonrisa desapareció de
sus labios y yo seguía sin entender por qué un hombre como mi padre nos había
dejado… él era el bueno, eso pensaban todos y yo con ellos, pero los traumas
arrastrados por años salieron a flote desde mucho tiempo atrás y marcaron la
vida de mi madre para siempre, la mataron poco a poco. Durante ochos años de
matrimonio ella se esforzó por enseñarle a amar (porque siempre daba amor a todos),
pero ese era un concepto mal comprendido por él. No sabía del amor verdadero,
ni del respeto, la comprensión, la familia y la mujer como ser humano. No,
siempre tuvo un concepto equivocado de todo gracias a su familia y a él mismo,
pues no hizo nada por cambiar las cosas. Mi madre era un roble y él una pequeña
termita devorándolo.
- ¡Es
un vil cabrón! ¡Un hipócrita doble cara, como muchos! ¡Pobre pendejo! – aclaró
mi tía en una ocasión.
Ella
era hermana de mi madre y antes de todo no congeniaban muy bien al ser
distintas. Muchas veces mi padre aseguró que mi madre era adoptaba porque no se
parecía en nada a ella. Mi tía era fiestera, le gustaba tomar y escuchar música
tropical a todo volumen. No era bonita y tenía un cuerpo marcado por
chaparreras. No había terminado una carrera, tenía mal gusto al vestir, ni
siquiera era buena hablando con alguien y la inteligencia tampoco era su
fuerte. Su esposo era igual a ella: los fines de semana se iba con sus amigos,
pero siempre llegaba a casa, aunque fuera cayéndose. Tenían un hijo, mi primo
Jorge, tres años mayor, inquieto e insoportable. Sí, ella era poco inteligente,
bailadora, no cuidaba su cuerpo y menos su cerebro. Le gustaba ver las
telenovelas y películas comerciales. Sí, eran muy diferentes a mi familia. Y yo
seguía sin entender: mi padre siempre decía lo mal del comportamiento de ellos
y trataba de alejar a mi madre de las
“malas” influencias. Él hablaba de hacer
lo correcto, daba ejemplos del buen proceder, se desenvolvía con respeto. ¿Qué
pasó entonces? ¿Por qué sus acciones eran diferentes a sus palabras? ¿Por qué
siempre mentía y lo hacía con soltura y normalidad?
- No,
sólo era un hipócrita. Candil de la calle y oscuridad de su casa… Un traumado
de mierda, de esos que abundan en todas partes
y le joden la vida a las verdaderas mujeres… las mujeres como tú,
quienes sí valen la pena y no es fácil encontrarlas – dijo mi tía aquel día
cuando fue a ver a mi madre.
Ocho
meses, ochos meses terribles sin comprender por qué mi padre había engañado. ¿Por qué? Él parecía
no ser como los padres de mis amigos. Julio me dijo que su papá tenía dos
novias más; el padre de Chava no llegó una noche a casa y luego confesó haberla
pasado con una amiga; el de Yolanda siempre fingía salir de viaje, mentía y se
veía con mujeres… Mi papá no era así, al menos eso aparentaba, es más,
criticaba a los vecinos por ser mediocres, deshonestos, flojos e infieles.
Siempre los criticaba. ¿Qué pasó?
- ¡Cinco
minutos para el partido… Cinco minutos! – grita alguien en la televisión.
Las
dos únicas familias en el establecimiento piden una ronda más de refrescos y
dos platos de papas fritas. Se disponen
a contemplar el espectáculo. Observo mis manos blancas, flacas, huesudas, y con
los mismos lunares de mi madre, aunque ella no era tan delgada. Tenía un cuerpo
precioso y yo siempre desee tener uno igual, pero no, salí flaca… puedo comer
lo que sea sin engordar. Aunque me gustaría tener el cuerpo de mi madre, a ella
le lanzaban piropos en la calle, siempre había un hombre observándola y
tratando de congeniar con ella. Sus piernas eran torneadas, la cintura estrecha
y cualquier prenda lucía en su cuerpo. Era bonita, elegante… tenía mucha
presencia. Además, era fuerte de carácter, sonriente, inteligente, justa, amable
con quien lo merecía, aunque todo eso mi padre lo destruyó. Antes no entendía
bien lo sucedido, ahora a mis treinta y cinco años comprendo todo, aunque ya
sea muy tarde.
Las
luces del establecimiento se encienden y entonces volteo hacia una sombra en la
pared: es un lazo, un lazo se mueve constantemente. Cierro los ojos y mi
corazón se acelera más, mis labios tiemblan, mis manos se entrelazan y ligeras
lágrimas acuden a mis ojos. Recuerdo.
- ¡Nadie
pudo quitar la soga! – me digo y sin pensarlo comienzo a llorar.
Largas
lágrimas salen de mis ojos y me cubro el rostro con el cabello, para evitar ser
vista.
La
soga.
Esa
soga.
Mi
tía debió rogarle durante media hora al policía: no nos dejaba entrar.
- ¡Por
favor, Poli! Mire a la pobre niña ya no tiene ropa, yo no tengo dinero y me
están pidiendo unos documentos para aceptarla en la otra escuela… Hágame ese
favor… Le prometo, no nos tardamos y sacamos sólo lo necesario… Se ve que usted
es buena persona, si tiene hijos hágalo
por ellos… ¡Usted debe comprender!
El
hombre, no muy alto y moreno, la observa. Baja la vista y se fija en la blusa
ajustada de ella y en sus senos saliendo (siempre se viste marcando los senos y
el cuerpo). Luego me mira, la cara llena de espanto y los ojos llorosos.
- Está
bien, pero sólo ustedes dos y rápido – afirma mientras observa a mi tío en la
camioneta.
La
puerta de servicio se abre, rechina, mi madre nunca hubiera permitido la puerta
sin aceitar. Hace un mes no pisaba mi
casa, mi casa que ya no lo es. El policía abre la puerta dando a la sala y un
olor a polvo y humedad me llega de pronto, otra cosa que mi madre no hubiera
permitido, su limpieza excesiva siempre tenía una casa de catálogo.
- Debemos
apurarnos Isabel. Saquemos las maletas y pon todo lo necesario. No vaya a ser
que el poli se arrepienta… ¡Ya ves, a los hombres se les habla bonito y caen
como idiotas, piensan con el miembro, lo mismo le pasó al estúpido de tu
padre!... ¡Se creen las pendejadas de cualquiera y no saben distinguir entre
una mujer y una puta ofrecida! – dijo ella antes de correr escaleras arriba.
Estaba
nerviosa, muy nerviosa. ¡Cómo extrañaba mi casa! Al subir la escalera la soga
seguía pendiendo del barandal. La vi y traté de llorar, pero no pude. Ahí
estaba, rota, moviéndose con el ligero viento provocado por mi tía y yo no pude
llorar… me dio miedo.
- ¡Nadie
pudo quitar la soga! – me dije y después corrí ante el llamado de ella.
En
tres maletas arrojamos mi ropa, juguetes, documentos personales, un par de
prendas de mi madre que aún tenían su aroma, su perfume, algunas fotos y
salimos aprisa. En tres maletas iba mi vida: mi pasado, mi presente y mi
futuro.
El
café todavía está caliente. Me seco las
lágrimas y observo el reloj… es la hora en punto. De pronto veo a un hombre
atravesar la puerta del restaurante. Es de mediana estatura, un poco encorvado,
moreno claro y muy delgado. Lo observo con detenimiento.
En
tres maletas me llevé lo poco y mucho que pude. Mi madre se había suicidado un
mes atrás, se colgó del barandal de la escalera y la encontró mi tía después de
estar marcando a su teléfono toda la mañana. Yo estaba en la escuela, mi tío
fue por mi antes de la hora de salida. Cuando la maestra me habló no sabía qué
pasaba, pero las lágrimas en sus ojos me hicieron imaginar… nada bueno. Mi
madre, la mujer fuerte, trabajadora, luchadora y quien parecía jamás rendirse,
no soportó el infierno provocado por mi padre. Ocho meses tratando de salir
adelante. Ocho meses pretendiendo olvidar, pero el dolor había sido tanto que
no le fue posible. La boca de mi padre decía hacer algo y sus acciones se
dirigían por otro camino. Durante ocho años llenó la cabeza de mi madre de
fantasmas del pasado, de sombras, nombres, frases, mentiras, falsedades,
hipocresía. No sabía ni siquiera vivir su presente y mi madre esforzándose por
enseñarle, porque lo amaba… lo amaba como jamás había amado a nadie. Pero él
jamás lo valoró. Cuando él se fue, porque lo corrió mi madre, alguien llamaba
frecuentemente a casa para insultarla, reírse y burlarse de ella. Siempre eran
mujeres diferentes, voces diferentes… risas diferentes. Cuando alguien ama como
lo hizo mi madre, cuando alguien da todo por el otro, como lo hizo ella, y
recibe muy poco a cambio, es imposible pegar las partes al romperse. Ella trató
de pegarse a sí misma, pero no pudo y se suicidó. Ella trató de salir adelante
sola, como siempre estuvo, porque mi padre generalmente se sumergía en su mundo
(lo único importante para él), le fue imposible. Ocho meses de infierno,
rasguñando, tratando de encontrar el olvido escondido en algún lugar, pero
jamás lo logró. Ocho meses, recordado cada nombre, frase, fotografía, el rostro
indiferente de mi padre. Maquilló su rostro y lo dejó perfecto, como quien va a
una fiesta, se puso ese vestido negro ajustado de la parte superior y con falda
amplia; zapatillas, medias negras y algunas joyas: “Hasta colgada se veía como
una princesa: bonita y elegante”, le dijo mi tía a sus amigas el día del
sepelio.
- ¡Eres
igualita a tu madre! – dice un hombre y entonces reacciono.
Él
es mi padre, o lo que queda él.
- ¿Puedo
sentarme? – pregunta.
Yo
afirmo sin abrir la boca. Él es en realidad la sombra de mi padre, porque no se
parece en nada al hombre de mi pasado. Sí, soy muy parecida a mi madre, heredé
un poco su belleza, no igual a la de ella, y desde hace muchos años, cuando
comencé a ser consciente de mi misma y de lo acontecido en mi vida, me hice de
su carácter. Observo a ese hombre frente a mi… completamente avejentado, con el
rostro lleno de arrugas y lunares. El cabello cano y escaso. Las manos
huesudas, los lentes gruesos, la calva prominente. Me observa con una extraña
sonrisa en especie de triángulo y yo lo veo sin verlo. Él es el fantasma de mi
padre, alguien más sin presente ni futuro.
Sólo
con verlo, reafirmo que mi madre siempre fue mucha mujer para él. Una dama,
como ella decía, al lado de un ser débil e inmaduro. Sí, desde hace años sabía
que él jamás fue hombre para ella, pero ahora… ahora cualquier duda se aleja.
Sus labios se mueven, no escucho en realidad sus palabras, sólo veo su boca
gesticular. La mesera se acerca y él ordena algo. Lleva un pantalón café
desgastado, muy grande para él, una
camisa azul mal planchada, un cinturón viejo, y una chaleco a cuadros
con un discreto hoyo del lado derecho… Parece ser más grande de lo que en
realidad es, un anciano. Él sigue sonriendo y yo continúo sin saber qué le pasó
a mi padre, a ese de mis recuerdos.
- Gracias
por aceptar verme… Llevaba tantos años buscando este encuentro – dijo él
cuando la mesera se acercó a dejarle el
café.
Volví
a asentir sin abrir los labios y él continúo hablando de algo… y mis oídos se
hicieron más sordos. Nuevamente recordé la soga, la sonrisa de mi madre, su
voz, sus consejos.
- ¿Qué
ha sido de ti? – interroga él.
Yo le doy un sorbo a mi café y digo tajante,
quizá grosera porque la sonrisa se borra
de sus labios.
- No
viene a intercambiar vivencias contigo… Sólo quiero que respondas unas preguntas y espero seas sincero… ojalá ya hayas
aprendido a decir la verdad, olvidar la mentira como parte de tu vida – le digo
cortante y fría.
Él baja la vista y suspira, el encuentro
seguramente no es lo esperado.
- Responde
la pregunta que tú hiciste – dije seria.
Guarda
silencio un momento, suspira y luego sus labios se abren.
- No
me ha ido muy bien… Las cosas salieron mal, imagino lo merezco… Yo…
Voltea
a verme, esperando en mi alguna reacción, pero mi rostro sigue frío como una
estatua de mármol.
- ¡Entiendo!
– dice para nuevamente guardar silencio.
El
partido comienza y las familias
aplauden, él voltea y las observa por un momento.
- Me
fue mal… Viví un tiempo con una persona, pero me engañó con alguien más, luego
me dejó por otro hombre más joven… me quedé completamente solo viendo cómo mi
vida se iba en picada… yo…– lo
interrumpí, era suficiente eso.
En
realidad, no estaba ahí para escuchar la historia de su vida, sólo quería poner
en paz la mía.
- “Debí
irme a los seis meses”, es la frase que
repitió mi madre una y otra vez el día que nos dejaste… ¿qué significa? –
pregunto de forma tajante.
Él
vuelve a bajar la vista, suspira y luego bebe nuevamente su café.
- A
los seis meses de casados tu madre tomó una maleta y dijo que se iría, tenía
unos meses de embarazada, la relación no iba bien debido a mi familia y los problemas que ocasionaba… y ella se
cansó… ella se cansó de mi… de todo – dice él para luego tragar saliva.
La
familia de mi padre, otro obstáculo más en nuestra vida. Un grupo de seres
disfuncionales quienes habían dificultado el día a día de mi madre a lo largo
de ocho años y la falta de carácter de mi padre no le había permitido hacer
algo. Ellos estaban mal, vivían en un mundo diferente al real: flojos,
holgazanes, mentirosos, mañosos y sin amor propio. Ellos también desaparecieron
de mi vida cuando mi padre dejó la casa. Si no querían a mi madre, ¿por qué
habrían de quererme?
Me
pongo de pie y él me contempla extrañado: “Si se hubiera ido a los seis meses,
aún estaría viva y conmigo”, digo y observo los ojos de él llenos de lágrimas.
Tomo mi chamarra dejada sobre el gabinete y me marcho. En la puerta del
establecimiento respiro profundamente y comprendo: es hora de deshacerme del
pasado y comenzar a caminar hacia adelante en honor a mi madre.