Esa tarde tuve que
viajar a Tlaxcala, había un pedido urgente que debía entregar en la ciudad y
otro más en Huamantla. No tenía ganas de viajar en un día así, atravesar la
capital del país en Día de Muertos me llevaría más de tres horas… todas las
personas salen a los panteones a llevarle flores a sus difuntos. Mas no había
nadie en la empresa que llevara el pedido. Generalmente no se entrega mercancía
urgente, pero en los últimos meses las ventas habían caído y la empresa de
veladoras en la que trabajaba de chofer no andaba bien. Cargué la mercancía y me fui.
A las cuatro llegué a Huamantla,
cerca del quiosco bajé la carga. La tienda, que vendía de todo, estaba llena de
mujeres, cubiertas por rebozos, que esperaban las veladoras. Me tomé un
refresco y una torta cortesía del tendero por llevarle ese mismo día el pedido.
Pasadas las cinco me encaminé a Tlaxcala. Un viento frío soplaba y una espesa
neblina comenzaba a cubrir la carretera. El cielo se oscureció, la neblina poco
a poco se fue disipando y unas gruesas gotas fueron el inicio de la lluvia más
fuerte que jamás he visto caer. No se veía nada en la carretera, sólo imágenes
borrosas de los cerros a lo lejos. Prendí la radio y un viejo
bolero se dejó escuchar.
La lluvia arreciaba.
De pronto vi en la autopista a una
mujer con un niño en brazos, envuelto en un rebozo, y otro agarrado de su
falda. Estaban ahí, parados, sin moverse, con la mirada fija no sé en qué
mientras el agua les escurría por todo el cuerpo. Pensé: ¿Cómo puede salir
alguien con esta lluvia y arriesgar a sus hijos? Me detuve. Bajé el vidrio y le
pregunté si podía ayudarla: “Vamos pa´
Tlaxcala”, dijo. No podía dejarla ahí con
los niños, así que les hice señas para que subieran. Estaba empapada y aunque a los niños se les
resbalaba el agua de los cabellos, parecían no tener frío. Ninguno temblaba,
mientras yo ya me había puesto un grueso suéter. Les presté mi vieja cobija
para que se secaran y les di una
chamarra para cubrirse del frío. Le hice saber a la mujer que no era buen día
para sacar a los niños de casa, y creo que lo tomó como un regaño porque bajó
la mirada y no dijo nada por unos minutos.
Poco
después, un hombre joven, una mujer con rostro de niña y un niño aguardaban a
la orilla de la carretera. Mi acompañante me vio, sus labios no se abrieron, y
yo sin decir palabra alguna sólo me detuve. Los tres subieron a la cabina. Se secaron y se
pusieron cómodos: “¡Caramba, pero cómo se les ocurre sacar a estos niños con
esta lluvia!”, dije furioso, y cuando estaba a punto de continuar, el hombre
respondió tranquilo… “Tenemos que ir a Tlaxcala”. Lo dijo como si la frase lo fuera todo… como si fuera
un deber el cual tienes que hacer forzosamente, aunque no estés de acuerdo o
las ganas se te hayan ido.
Para sorpresa mía, metros más adelante otros dos hombres estaban
parados a la orilla de la carretera. Ya comenzaba a oscurecer y entre la lluvia
y la noche la visibilidad no era muy buena. Los hombres estaban parados ahí,
mojados y sin moverse. “Donde caben seis caben setenta más… ¿No cree?”, me dijo
el joven mientras abrazaba a su hijo que se había quedado dormido. No tuve otra
opción que detenerme. Los hombres subieron a la caja y se acomodaron entre la
carga, sólo les hice saber que no mojaran las cajas de veladoras, pues era
mercancía que debía entregar.
Y cuando comenzaba a charlar con las
personas que me acompañaban, ya dejando mi enfado a un lado, otra mujer estaba en el camino, y un
metro más allá un niño como de doce años, y unos dos metros adelante tres
niños. Me detuve, se acercaron a mí y todos se subieron a la camioneta.
El hombre joven se llamaba Mario, su
esposa Juana que apenas tenía quince años. Ella había huido de su casa y ambos
construyeron un jacal entre Huamantla y Apizaco, a las orillas de un poblado
que ni siquiera tenía nombre. Poco tiempo después tuvieron a su hijo y lo único
que les molestaba era las largas distancias que tenían que recorrer para
hacerse de agua y acercarse los víveres. Todos los domingos iban a Huamantla a
hacer las compras, sólo tenían que cuidarse de los automovilistas que en esa
carretera no tenían mucho cuidado.
En el transcurso
de la charla seguí deteniéndome y subiendo gente. Si ya había comenzado a
levantar a algunos, por qué dejaría a los demás en medio del cielo caído. Y
cada vez que subía a alguien pensaba… espero que sea el último. Pero no, siempre había uno más… o varios más
en los lugares menos pensados. No sabía cómo podían esperar al lado de lugares
tan desolados. No se veía ni una sola casa próxima, ni paradas de autobús… ni
nada. A veces estaban cerca de los árboles o entre dos caminos o en un puente…
en cualquier lugar.
-
Espero que quepan todos allá atrás
–dije un poco preocupado.
-
¡Claro que cabrán! –señaló el
hombre joven con su voz tranquila y pausada.
-
Pero he subido a tantos esta
noche… no sé cuantos van, no creo que…
–no terminé de decir la frase.
-
Van sesenta y faltan dieciséis
–aclaró el hombre
Y antes que yo preguntara por qué
llevaba la cuenta y por qué faltaban
dieciséis, el hombre me hizo señas para indicarme que un grupo estaba en
la carretera. Eran diez, la mayoría adultos y uno que otro anciano. Pensé que
el lugar donde habían decidido pedir un aventón no era apropiado: había una
curva pronunciada y una carretera estrecha que seguramente llevaba a algún
pueblo. Pero no dije nada. En el resto del camino no dije más. Mis acompañantes
también guardaron silencio y sólo me indicaban con el dedo cuando alguien
esperaba al lado de la carretera. Yo ya no veía nada, la noche había caído y la
luna no iluminaba el campo. Sólo se dibujaban a lo lejos las siluetas de los
cerros. Pero ellos sabían el lugar exacto en que las personas esperaban. A los
últimos que levanté fueron tres niños,
dos hombres y una mujer.
-
Usted es muy bueno –dijo el niño de la mujer que aún seguía prendado
de su falda. No todos nos levantan… algunos nos ven y se alejan.
Sólo sonreí. Eran
casi las siete, entre la lluvia y levantar a la gente había perdido
mucho tiempo. Ya entrando a Tlaxcala les pregunté dónde bajaban. Me señalaron
una calle, de un lado había una inglesa, muy iluminada y celebrando misa, y
enfrente el camposanto: lleno de personas, flores y rezos. Me paré en la calle
y todos bajaron. Imaginé que irían a rezar en ese día de Todos los Santos. Me despedí.
Ellos dieron las gracias todos a la vez y seguí mi camino hasta la plaza
principal donde estaba el almacén para descargar. El dueño recibió la mercancía
a regañadientes. Era muy tarde y sus clientes probablemente ya no comprarían
veladoras: “Se me descompuso la camioneta y me quedé parado en la carretera”
fue lo único que se ocurrió decir. Creo que me creyó y me invitó a pasar la
noche en un pequeño hotel cerca de su establecimiento. Como la lluvia aún no
paraba decidí dormir ahí. A la mañana siguiente me regresé a México.
Una semana después hice la misma ruta que esa noche
lluviosa. Entonces era un día claro, de un sol intenso y un cielo azul. Cuando
salí de Huamantla recordé a la mujer y a sus dos hijos. Y en el lugar exacto
donde la subí lo único que vi fue el
campo y tres cruces de metal adornadas
con flores amarillas. En cada uno de los lugares donde me había detenido aquella vez había cruces. Algunas
solas, otras en pares, y en esa curva, donde el camino se dividía para dar paso
a una angosta carretera, diez cruces aguardaban. Conté cada una de ellas, desde
las primeras en Huamantla hasta las últimas al entrar a la Ciudad de Tlaxcala:
eran 76.
No hay comentarios:
Publicar un comentario