Respiró profundo y sus labios nada estrechos dibujaron una sonrisa: se
burlaba de sí mismo. Apagó su computadora y se encaminó a la ventana, se
preguntaba qué le hizo pensar que ese día ella escribiría: no lo hizo el día
anterior ni el que le antecedió, por qué habría de hacerlo hoy. Ahora que lo
pensaba, hacía más de dos semanas que ella no le dedicaba ninguna letra.
Observó a los niños jugando y riendo en el parque de enfrente, y en la banca
cercana al subibaja apreció una joven pareja con las manos entrelazadas. Ella
recostada sobre el hombro de él, mientras le susurraba al oído, él sonreía
complacido. Dejó de contemplar a la pareja y se encaminó al escritorio, cogió
su libreta de apuntas y escribió como siempre.
Las cenizas de mi
abuelo
Todos
quisiéramos tener un pariente rico que muriera algún día y nos heredara todo su
dinero. Sí, un pariente lejano, pero
muy lejano, pues jamás habíamos escuchado de él en ninguna conversación
familiar. Y por azares del destino ese pariente muere y nos deja todo… todo. Así pensaba yo cada día
cuando el dinero no alcanzaba, cuando venían por la renta, cuando veía una
nueva película exhibida en la tienda,
cuando veía un carro o una casa. Pero un día, un día como cualquiera en
que estaba echado, sin más ni más viendo el maratón de Lost, sonó el teléfono.
Levanté la bocina y sólo escuché sollozos, después de un rato la voz de mi
madre entrecortada me dijo: “Tu
abuelo ha muerto”. No dije
nada, ni siquiera sabía que tenía abuelo. Mi madre me hizo saber que debía
acompañarla a un lugar cerca de Zacatecas, donde él vivía en su hacienda. Me
negué. Porqué iría hasta allá a ver a alguien que ni siquiera sabía que
existía. Aunque después, como buen ser humano, ambicioso y ruin por naturaleza,
pensé en el dinero. Tal vez el viejo era rico y teníamos que ir para ver lo de
la herencia. Vivía en una hacienda, en un estado minero. ¡Podría tener algo! Así que accedí a acompañar a mi madre.
Esa misma noche salimos.
Alrededor de la mesa
Ayer recibí una
llamada. Llegué al edificio por la noche, después de dos desgastantes horas
entre el tráfico de la Ciudad de México. Las escaleras estaban a oscuras,
cuando suenan las nueve la portera apaga la luz… para ahorrar energía. A
tientas subí los tres pisos. Recorrí el estrecho pasillo, sólo se escuchaban
los gritos de Martha regañando a sus inquietos hijos. Busqué las llaves en la
bolsa de mi pantalón, el teléfono comenzó a sonar. Apresurado las saqué y al
hacerlo se cayeron de mi mano. A tientas las busqué en el piso, el teléfono
seguía repicando. Abrí apresurado y corrí hasta el aparato.
Manarola
De noche el pueblo flota sobre
las rocas. Una densa capa cubre el mar y las casas parecen nacer de los riscos.
Las luces iluminan las piedras y una estrecha carretera se olvida pronto. Se va
lejos, triste y solitaria acercándose a otras cuatro tierras.
Llegué a Manarola por descuido. Bajé del tren a tomar un
aperitivo, después me entretuve viendo danzar el mar hasta que recordé que el
tren no esperaba. Cuando regresé: ya se había ido. Me senté en la estación a
aguardar la llegada del próximo, pero los estrechos y largos edificios de color
ocre comenzaron a llamarme. Fue como un susurro refugiado en el constante ir y
venir de las sábanas tendidas en los balcones. Primero parecía tan lejano, pero
poco a poco se hizo más fuerte y más fuerte, tanto que las sábanas parecían
agitadas aves a punto de emprender el vuelo. Entonces tomé mi maleta y comencé
a caminar. Recorrí las calles, resguardadas por apretujadas casas. Los niños
jugaban en las aceras y los hombres cargaban redes de su retorno del mar.
Regresé al lugar donde había desayunado y contemplé el océano que se unía, en
algún lugar, con el cielo. Era azul profundo… inmenso.
Mi novio y cuarenta y cuatro más
La semana pasada mi novio habló conmigo: “Me iré a Acapulco en dos
meses, mi jefe pondrá un negocio, quiero que nos casemos y nos vayamos a vivir
allá.” Al principio pensé que estaba bromeando, pero cuando vi sus ojos serios
y sus labios firmes supe que no era así. No dije nada. Él agregó: “El sábado
iré a pedir tu mano, pero quiero dejar claro algo, cuando un evento así
acontece en mi familia, todos vamos a pedir la mano de la novia.” Le hice saber
que era necesario que yo hablara con mis padres primero y que no había problema
porque su familia estuviera presente.
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