El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

lunes, 1 de octubre de 2012

Varias voces

Nadie te rogará


Respiró profundo y sus labios nada estrechos dibujaron una sonrisa: se burlaba de sí mismo. Apagó su computadora y se encaminó a la ventana, se preguntaba qué le hizo pensar que ese día ella escribiría: no lo hizo el día anterior ni el que le antecedió, por qué habría de hacerlo hoy. Ahora que lo pensaba, hacía más de dos semanas que ella no le dedicaba ninguna letra. Observó a los niños jugando y riendo en el parque de enfrente, y en la banca cercana al subibaja apreció una joven pareja con las manos entrelazadas. Ella recostada sobre el hombro de él, mientras le susurraba al oído, él sonreía complacido. Dejó de contemplar a la pareja y se encaminó al escritorio, cogió su libreta de apuntas y escribió como siempre.

Las cenizas de mi abuelo
Todos quisiéramos tener un pariente rico que muriera algún día y nos heredara todo su dinero. Sí, un pariente lejano, pero muy lejano, pues jamás habíamos escuchado de él en ninguna conversación familiar. Y por azares del destino ese pariente muere y nos deja todo… todo. Así pensaba yo cada día cuando el dinero no alcanzaba, cuando venían por la renta, cuando veía una nueva película exhibida en la tienda, cuando veía un carro o una casa. Pero un día, un día como cualquiera en que estaba echado, sin más ni más viendo el maratón de Lost, sonó el teléfono. Levanté la bocina y sólo escuché sollozos, después de un rato la voz de mi madre entrecortada me dijo: “Tu abuelo ha muerto”. No dije nada, ni siquiera sabía que tenía abuelo. Mi madre me hizo saber que debía acompañarla a un lugar cerca de Zacatecas, donde él vivía en su hacienda. Me negué. Porqué iría hasta allá a ver a alguien que ni siquiera sabía que existía. Aunque después, como buen ser humano, ambicioso y ruin por naturaleza, pensé en el dinero. Tal vez el viejo era rico y teníamos que ir para ver lo de la herencia. Vivía en una hacienda, en un estado minero. ¡Podría tener algo! Así que accedí a acompañar a mi madre. Esa misma noche salimos.


Alrededor de la mesa
Ayer recibí una llamada. Llegué al edificio por la noche, después de dos desgastantes horas entre el tráfico de la Ciudad de México. Las escaleras estaban a oscuras, cuando suenan las nueve la portera apaga la luz… para ahorrar energía. A tientas subí los tres pisos. Recorrí el estrecho pasillo, sólo se escuchaban los gritos de Martha regañando a sus inquietos hijos. Busqué las llaves en la bolsa de mi pantalón, el teléfono comenzó a sonar. Apresurado las saqué y al hacerlo se cayeron de mi mano. A tientas las busqué en el piso, el teléfono seguía repicando. Abrí apresurado y corrí hasta el aparato.

Manarola
De noche el pueblo flota sobre las rocas. Una densa capa cubre el mar y las casas parecen nacer de los riscos. Las luces iluminan las piedras y una estrecha carretera se olvida pronto. Se va lejos, triste y solitaria acercándose a otras cuatro tierras.
Llegué a Manarola por descuido. Bajé del tren a tomar un aperitivo, después me entretuve viendo danzar el mar hasta que recordé que el tren no esperaba. Cuando regresé: ya se había ido. Me senté en la estación a aguardar la llegada del próximo, pero los estrechos y largos edificios de color ocre comenzaron a llamarme. Fue como un susurro refugiado en el constante ir y venir de las sábanas tendidas en los balcones. Primero parecía tan lejano, pero poco a poco se hizo más fuerte y más fuerte, tanto que las sábanas parecían agitadas aves a punto de emprender el vuelo. Entonces tomé mi maleta y comencé a caminar. Recorrí las calles, resguardadas por apretujadas casas. Los niños jugaban en las aceras y los hombres cargaban redes de su retorno del mar. Regresé al lugar donde había desayunado y contemplé el océano que se unía, en algún lugar, con el cielo. Era azul profundo… inmenso.


Mi novio y cuarenta y cuatro más
La semana pasada mi novio habló conmigo: “Me iré a Acapulco en dos meses, mi jefe pondrá un negocio, quiero que nos casemos y nos vayamos a vivir allá.” Al principio pensé que estaba bromeando, pero cuando vi sus ojos serios y sus labios firmes supe que no era así. No dije nada. Él agregó: “El sábado iré a pedir tu mano, pero quiero dejar claro algo, cuando un evento así acontece en mi familia, todos vamos a pedir la mano de la novia.” Le hice saber que era necesario que yo hablara con mis padres primero y que no había problema porque su familia estuviera presente.

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