Por María Celeste Vargas Martínez
Al principio tenía miedo. Esa
sensación extraña que te invade poco a poco, que comienza a recorrer tu cabeza,
tu pecho, los brazos, las piernas y que se deposita tranquila en el
estómago. Y ahí se queda. Entonces sientes
cómo miles de hormigas devoran tus entrañas. Y tienes dolor y esa sensación de que tu estómago no
está en su lugar. Después, el aire comienza a irse… cada vez más lejos. Respiras pero nada llega a tus pulmones y
desesperado abres la boca tratando de atrapar, a la fuerza, ese aire que
pretende escaparse. Y te aferras de todo, porque afuera hay algo inmenso que te
puede llevar lejos y olvidarte en algún lejano lugar.
Así me sentí
yo la primera noche. Todo se movía. Era un constante balanceo que no me dejaba
poner en pie. Me recosté en la cama y cerré los ojos. No quería ver cómo los
objetos danzaban a mi alrededor. No escuchaba nada… absolutamente nada. Mis oídos se habían hecho sordos a ese
constante ir y venir del mar. No salí durante dos días de mi camarote. Me quedé
encerrado ahí sin saber nada de lo que pasaba en el barco. A veces pensaba que
le daba lástima al Capitán, pues me había dicho que jamás había visto a alguien
con un rostro tan lleno de pavor.
De vez en
cuando alguien iba a ofrecerme algo de comer: ¿Cómo probar alimento en esos
momentos? Otros se acercaban a burlarse de mí. Contaban chistes sobre marineros
y hacían bromas sobre mis malestares. Gozaban con las anécdotas de un marinero
claustrofóbico y de un contramaestre con un vértigo severo. Reían a carcajadas
cada vez que a alguien se le ocurría una broma nueva y se repetían una y otra
vez los mismos chistes, y todos reían como si fuera la primera vez que los
escuchaban. Ellos llevaban años sobre ese barco… era la primera vez que yo subía
a uno y no lo hubiera hecho si el hambre y la enfermedad, que se había adueñado
de mi pueblo desde hacía ya tiempo, no me hubieran obligado.
Era
un barco viejo. Parecía como si llevara una eternidad recorriendo cada puerto.
Al principio pensé que en la primera tormenta toda su estructura se desplomaría
y caería al mar como trozos de papel cortados por un niño. O que una gran ola
lo sumergiría por completo y allá iríamos todos… olvidados del mundo.
Si hubiera
sido por mí, me hubiera quedado encerrado ahí, pero el Capitán llamaba a labores, ya se había
ablandado por algún tiempo y no estaba dispuesto a ceder más.
Cuando
puse un pie en proa tuve miedo, frente a mí no había nada más que el azul del
mar. Parecía un enorme espejo en el que nos deslizábamos sin problema alguno.
No había nada a cientos de kilómetros… la tierra era ya un recuerdo lejano. El
cielo estaba limpio, sin aves ni nubes que hicieran de las suyas allá arriba.
Entonces respiré. Respiré como jamás lo había hecho. Un aire puro, con sabor a
fresco, entró en mis pulmones y se esparció lentamente por mi cuerpo. Y lo
sentí jugando con mis oídos. Cerré los ojos, levante los brazos, alcé el rostro
al sol e imaginé que volaba. Volaba en medio de la nada, mientras el suave
viento chocaba con mis mejillas. Me
sentí niño por primera vez desde hacía muchos años. Me vi volando sobre la casa
de mis padres, viendo los animales pequeños, pequeñísimos, y a mi madre
diciéndome adiós con sus brazos morenos mientras se alzaba la falda para entrar
al río. Vi a mi padre cultivando la
tierra y limpiando su frente húmeda con el dorso del brazo. Y ahí estaba Clara
con sus largas trenzas negras y la falda que se movía con el viento y dejaba al
descubierto sus doradas piernas. Y mi hermano Pepe con su cabello revuelto y el carrito de
madera que Juan le hizo y El Pinto
corriendo tras mi sombra, tratando de atraparla sin lograrlo. Todos vivían
tranquilos en el pueblo, tal parecía que la enfermedad no había llegado a
ellos.
Me sentí vivo. Vivo como hacía
tanto tiempo no me sentía. Mis pies aún vacilaban, pero el miedo ya se había
alejado de mí.
Por la noche vi un cielo
inmenso, como un manto negro lleno de
velas eternas. Sentí paz y un susurro llegaba a mis oídos. Esa noche arrojé miles de lágrimas al mar. En
cada una de ellas se fueron los recuerdos. Esas imágenes que me habían
atormentado por tanto tiempo se resbalaron de mis ojos y la inmensidad del mar
se las llevó lejos y me dijo, con una dulce voz, que era momento de comenzar a
andar.
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