El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

lunes, 15 de octubre de 2012

Mar



Por María Celeste Vargas Martínez


Al principio tenía miedo. Esa sensación extraña que te invade poco a poco, que comienza a recorrer tu cabeza, tu pecho, los brazos, las piernas y que se deposita tranquila en el estómago.  Y ahí se queda. Entonces sientes cómo miles de hormigas devoran tus entrañas. Y tienes  dolor y esa sensación de que tu estómago no está en su lugar. Después, el aire comienza a irse… cada vez más lejos.  Respiras pero nada llega a tus pulmones y desesperado abres la boca tratando de atrapar, a la fuerza, ese aire que pretende escaparse. Y te aferras de todo, porque afuera hay algo inmenso que te puede llevar lejos y olvidarte en algún lejano lugar.
Así me sentí yo la primera noche. Todo se movía. Era un constante balanceo que no me dejaba poner en pie. Me recosté en la cama y cerré los ojos. No quería ver cómo los objetos danzaban a mi alrededor. No escuchaba nada… absolutamente nada.  Mis oídos se habían hecho sordos a ese constante ir y venir del mar. No salí durante dos días de mi camarote. Me quedé encerrado ahí sin saber nada de lo que pasaba en el barco. A veces pensaba que le daba lástima al Capitán, pues me había dicho que jamás había visto a alguien con un rostro tan lleno de pavor.
De vez en cuando alguien iba a ofrecerme algo de comer: ¿Cómo probar alimento en esos momentos? Otros se acercaban a burlarse de mí. Contaban chistes sobre marineros y hacían bromas sobre mis malestares. Gozaban con las anécdotas de un marinero claustrofóbico y de un contramaestre con un vértigo severo. Reían a carcajadas cada vez que a alguien se le ocurría una broma nueva y se repetían una y otra vez los mismos chistes, y todos reían como si fuera la primera vez que los escuchaban. Ellos llevaban años sobre ese barco… era la primera vez que yo subía a uno y no lo hubiera hecho si el hambre y la enfermedad, que se había adueñado de mi pueblo desde hacía ya tiempo, no me hubieran obligado.
                Era un barco viejo. Parecía como si llevara una eternidad recorriendo cada puerto. Al principio pensé que en la primera tormenta toda su estructura se desplomaría y caería al mar como trozos de papel cortados por un niño. O que una gran ola lo sumergiría por completo y allá iríamos todos… olvidados del mundo.
Si hubiera sido por mí, me hubiera quedado encerrado ahí, pero el  Capitán llamaba a labores, ya se había ablandado por algún tiempo y no estaba dispuesto a ceder más.
                Cuando puse un pie en proa tuve miedo, frente a mí no había nada más que el azul del mar. Parecía un enorme espejo en el que nos deslizábamos sin problema alguno. No había nada a cientos de kilómetros… la tierra era ya un recuerdo lejano. El cielo estaba limpio, sin aves ni nubes que hicieran de las suyas allá arriba. Entonces respiré. Respiré como jamás lo había hecho. Un aire puro, con sabor a fresco, entró en mis pulmones y se esparció lentamente por mi cuerpo. Y lo sentí jugando con mis oídos. Cerré los ojos, levante los brazos, alcé el rostro al sol e imaginé que volaba. Volaba en medio de la nada, mientras el suave viento  chocaba con mis mejillas. Me sentí niño por primera vez desde hacía muchos años. Me vi volando sobre la casa de mis padres, viendo los animales pequeños, pequeñísimos, y a mi madre diciéndome adiós con sus brazos morenos mientras se alzaba la falda para entrar al  río. Vi a mi padre cultivando la tierra y limpiando su frente húmeda con el dorso del brazo. Y ahí estaba Clara con sus largas trenzas negras y la falda que se movía con el viento y dejaba al descubierto sus doradas piernas. Y mi hermano Pepe  con su cabello revuelto y el carrito de madera que Juan le hizo y El Pinto corriendo tras mi sombra, tratando de atraparla sin lograrlo. Todos vivían tranquilos en el pueblo, tal parecía que la enfermedad no había llegado a ellos.
                Me sentí vivo. Vivo como hacía tanto tiempo no me sentía. Mis pies aún vacilaban, pero el miedo ya se había alejado de mí.
                Por la noche vi un cielo inmenso, como un manto negro lleno de  velas eternas. Sentí paz y un susurro llegaba a mis oídos.  Esa noche arrojé miles de lágrimas al mar. En cada una de ellas se fueron los recuerdos. Esas imágenes que me habían atormentado por tanto tiempo se resbalaron de mis ojos y la inmensidad del mar se las llevó lejos y me dijo, con una dulce voz, que era momento de comenzar a andar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario