El escritor
Corrió
discretamente la cortina del estudio ubicado en la parte superior de la casa y
contempló a lo lejos a Fermín y Andrea sentados cerca del río. Ella con la
cabeza inclinada sobre el hombro de él y las manos entrelazadas. El joven,
delgado, de rostro risueño y cabello rebelde, acariciaba delicadamente el
cabello de ella. Sonrió. Cerró la cortina. Se dirigió a su escritorio, del
cajón superior sacó una pipa, la colocó en sus labios sin encenderla. Por más
de una hora escribió tranquilamente en su vieja máquina. Jamás aceptó la
tecnología, cuando uno de sus amigos le hizo saber que pronto la computadora
desplazaría a la máquina de escribir, él dijo decidido: “Eso jamás sucederá.
Cómo alguien podría escribir en algo tan frío e indiferente. En la máquina
puedes sentir el papel y puedes palpar las palabras escritas en él. Letra por
letra le das forma a un universo. Y si escribes amor puedes estirar la mano para sentir la calidez de
la palabra. Y si te equivocas, como buen artista caprichoso, haces una mueca,
te enfadas y desprendes de un jalón la hoja y la máquina te deja escuchar ese
ligero rechinido por forzar el rodillo. Entonces, estrujas la hoja entre tus
manos y sin más va a parar al cesto de basura la obra que no te complació del
todo. No, la computadora es fría y carente de vida... jamás dejaré mi máquina
de escribir”. Y así fue.
Del olvido
“…Le dio la
mano a Cintia y la ayudó a ponerse de pie. ¡Tienes razón! ¡Nos tenemos a
nosotros y eso es lo importante! Las personas que aún quedaban comenzaron a
irse y un rechinido de la puerta al cerrarse le hizo saber a todos que la noche
había llegado y ya nadie podría entrar.
El grupo de niños caminó. Pasaron sobre la
tierra desolada y olvidada. Berenice volteó a ver un trozo de metal carcomido
por los años y a punto de caerse donde apenas podía leerse: “En memoria de nuestra amada y única hija.
Berenice Alcántara Flores 1980-1991.” Suspiró triste mientras contemplaba las
otras tumbas limpias, que a diferencia de la suya, lucían repletas de flores y
regadas con recuerdos.
El viejo
Mi padre
amaba el mar. Cada madrugada escuchaba sus pasos silenciosos abrirse camino en
la estancia oscura, siempre cuidándose de no despertar a mi madre o a mí. En
silencio se vestía y en silencio tomaba su candil que siempre dejaba junto a la
puerta, la noche anterior. Después se encaminaba a mi cama y me
daba un cálido beso en la frente. Yo fingía que dormía, pero ocultaba las ganas
de prenderme de su cuello, no soltarlo hasta que accediera a llevarme con él,
darle uno y mil besos y decirle cuánto lo amaba. Pero no podía hacer nada de
eso: “Los hombres no besan a otros hombres”, decía mi madre. También decía
muchas cosas más que al principio me impidieron amar a mi esposa y a mis hijos.
De soledades
Cuando nació
se sintió sola,
parida sola en una cama fría,
con una madre que no soportó,
lloró, lloró mas los gritos de la calle
devoraron su dolor,
sus ojos se secaron y la garganta se cerró,
la encontró la vecina cuando la noche,
coqueta y cansada,
a su amante le fue a hacer el amor.
se sintió sola,
parida sola en una cama fría,
con una madre que no soportó,
lloró, lloró mas los gritos de la calle
devoraron su dolor,
sus ojos se secaron y la garganta se cerró,
la encontró la vecina cuando la noche,
coqueta y cansada,
a su amante le fue a hacer el amor.
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