El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

lunes, 1 de octubre de 2012

¿De aparecidos?



Ellos 

No me gusta esta casa. Desde niña me daba miedo, a pesar de que papá decía: «No temas, no hay  nada raro adentro». Siempre pensé que eso era mentira. Aquí hay gente. No los conozco, pero se parecen a las pinturas que el abuelo tiene en la sala. En una ocasión me pareció ver a la abuela caminado en el jardín y el abuelo dijo: «Estás mintiendo». Pero  yo la vi.  Estoy  segura que la vi, aunque ella hace muchos años  murió. Desde entonces me obligaron a encerrarme por la noche en mi habitación. No puedo salir. Nunca lo he hecho. Debo estar aquí  aunque escuche sus pasos del otro lado del muro. Tengo  miedo.
Ahora, después de muchos años, hemos regresado. Yo no quería venir. El abuelo quiere verme, por eso hemos venido. Me sorprendió verlo. Su rostro no ha envejecido, tal parece que los años no pasan por este viejo castillo. Papá dice que es por sus cuidados excesivos. No le creo. Y él tampoco lo cree, pero algo hay que decir. El abuelo tiene un brillo extraño en los ojos. Me  da miedo. Siempre he sido muy temerosa. Tengo miedo a todo. No quiero que él se me acerque. Que no me bese. Por favor, que no me bese.

El ataúd 

El cielo ha amanecido más despejado que otros días. Apenas son las siete y ya hay gente en la calle. Algunos caminan deprisa, mientras otros, tranquilos, con las manos en las bolsas, la cabeza gacha y los hombros caídos, recorren las calles empedradas. Los perros buscan, con la nariz completamente pegada al piso, algo de comer en las esquinas.
Hoy es un buen día. Es temprano. Ahí vienen los hombres asomando por la calle principal. Había pensado que quizá sus ojos estarían tristes, que vendrían cabizbajos por el dolor ajeno. Pero creo que ya están acostumbrados a estos momentos. Es más, pienso que vienen bromeando. Pronto todo acabará... todo acabará.


Esta noche

En realidad no sé por qué se ha enfadado. Estoy segura de no haber hecho nada malo. Pero ahora me ha encerrado aquí y me ha dicho que no saldré durante un largo rato. Me vigilará de noche. Tengo frío, mucho frío. Mis labios están temblando y mis manos sienten un enorme vacío. No hay luz. De vez en cuando escucho algún sonido en los rincones. Es como si arañaran algo. Tal vez es alguna rata que anda hurgando por ahí. Me dan miedo las ratas. Desde aquella vez cuando era aún pequeña y uno de esos bichos se metió en mi recámara y comenzó a hacer ruido, y más ruido y mucho ruido, mientras mi cabeza parecía estallar. Desesperada me puse de pie y fui hacia el lugar de donde nacía el sonido. Era el cajón de la ropa vieja. Me incliné para ver qué había y entonces la rata saltó sobre mí y se metió dentro de mi camisón. Grité. Grité muy fuerte y tanto que todos los sirvientes vinieron a verme. Estuve toda una semana soñando y odiando la noche. Entonces no me gustaba la noche, pero ahora la amo. La amo.


Conversaciones 

Las nubes hechas jirones caminan apresuradas a lo largo del cielo. Las ráfagas de viento coquetean de manera sigilosa con las hojas de los árboles y la alfombra amarillenta que cubre el bosque se hace más densa a cada momento. Las ramas de los viejos castaños rechinan en ese constante ir y venir del viento, mientras dos rostros aguardan silenciosos el nacimiento del resplandor del cielo.
-Cada día el sol nos sorprende más temprano aquí adentro –señala tranquilo el primero de ellos.
-Todos los días parecen iguales, nunca hay nada diferente: los mismos árboles, el mismo viento, el mismo sol, los castaños con su constante chillido, el vacío que se siente… todo es lo mismo –aclara el otro.


El amigo no tan imaginario

María ya se había acostumbrado a los juegos de su hija con su amiga imaginaria. Al despertar lo primero que hacía la pequeña Laura era ver cerca del buró que estaba en su cama y dar los buenos días a su amiga. Después desayunaba y entre plática y plática le ofrecía un poco de alimento. Y luego jugaba todo el día con ella: a la comidita, a las escondidillas, a la resbaladilla, a las muñecas, a escribir en la computadora… a todo.
Para María eso era normal y aunque al principio trató de explicarle a la niña que su amiga era producto de su imaginación, decidió que la niña se divirtiera un rato, como no tenía hermanos ni amigos con quien jugar pensó que era normal que ella inventara una amiga.
Cuando la casa estaba en total silencio, María escuchaba la charla y las risas de Laura mientras jugaba. A veces se metía bajo la mesa y entonces pedía a María que colocara sábanas para cubrir su pequeña casa. Y así lo hacía ella: le creaba una pequeña cama, le daba sus juegos de té, algunas muñecas y una pequeña mesa. Y ahí pasaba horas jugando y riendo. Otras más se sentaba frente a su tocador de juguete y ella maquillaba a su amiga. Y qué decir de las escondidillas donde corría por toda la casa en busca de su pareja de juegos, a quien encontraba en la cocina, en el baño y a veces bajo el ropero. En ocasiones, jugaba a la comidita con los dulces que le compraba María y lavaba sus trastos después de usarlos.


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