Ellos
No me gusta
esta casa. Desde niña me daba miedo, a pesar de que papá decía: «No temas, no
hay nada raro adentro». Siempre pensé que eso era mentira. Aquí hay
gente. No los conozco, pero se parecen a las pinturas que el abuelo tiene en la
sala. En una ocasión me pareció ver a la abuela caminado en el jardín y el
abuelo dijo: «Estás mintiendo». Pero yo la vi. Estoy segura
que la vi, aunque ella hace muchos años murió. Desde entonces me
obligaron a encerrarme por la noche en mi habitación. No puedo salir. Nunca lo
he hecho. Debo estar aquí aunque escuche sus pasos del otro lado del
muro. Tengo miedo.
Ahora,
después de muchos años, hemos regresado. Yo no quería venir. El abuelo quiere
verme, por eso hemos venido. Me sorprendió verlo. Su rostro no ha envejecido,
tal parece que los años no pasan por este viejo castillo. Papá dice que es por
sus cuidados excesivos. No le creo. Y él tampoco lo cree, pero algo hay que
decir. El abuelo tiene un brillo extraño en los ojos. Me da miedo.
Siempre he sido muy temerosa. Tengo miedo a todo. No quiero que él se me
acerque. Que no me bese. Por favor, que no me bese.
El
ataúd
El cielo ha amanecido más despejado que otros
días. Apenas son las siete y ya hay gente en la calle. Algunos caminan deprisa,
mientras otros, tranquilos, con las manos en las bolsas, la cabeza gacha y los
hombros caídos, recorren las calles empedradas. Los perros buscan, con la nariz
completamente pegada al piso, algo de comer en las esquinas.
Hoy es un buen día. Es temprano. Ahí vienen
los hombres asomando por la calle principal. Había pensado que quizá sus ojos
estarían tristes, que vendrían cabizbajos por el dolor ajeno. Pero creo que ya
están acostumbrados a estos momentos. Es más, pienso que vienen bromeando.
Pronto todo acabará... todo acabará.
Esta
noche
En realidad no sé por qué se ha enfadado.
Estoy segura de no haber hecho nada malo. Pero ahora me ha encerrado aquí y me
ha dicho que no saldré durante un largo rato. Me vigilará de noche. Tengo frío,
mucho frío. Mis labios están temblando y mis manos sienten un enorme vacío. No
hay luz. De vez en cuando escucho algún sonido en los rincones. Es como si
arañaran algo. Tal vez es alguna rata que anda hurgando por ahí. Me dan miedo
las ratas. Desde aquella vez cuando era aún pequeña y uno de esos bichos se
metió en mi recámara y comenzó a hacer ruido, y más ruido y mucho ruido,
mientras mi cabeza parecía estallar. Desesperada me puse de pie y fui hacia el
lugar de donde nacía el sonido. Era el cajón de la ropa vieja. Me incliné para
ver qué había y entonces la rata saltó sobre mí y se metió dentro de mi
camisón. Grité. Grité muy fuerte y tanto que todos los sirvientes vinieron a
verme. Estuve toda una semana soñando y odiando la noche. Entonces no me
gustaba la noche, pero ahora la amo. La amo.
Conversaciones
Las nubes
hechas jirones caminan apresuradas a lo largo del cielo. Las ráfagas de viento
coquetean de manera sigilosa con las hojas de los árboles y la alfombra
amarillenta que cubre el bosque se hace más densa a cada momento. Las ramas de
los viejos castaños rechinan en ese constante ir y venir del viento, mientras
dos rostros aguardan silenciosos el nacimiento del resplandor del cielo.
-Cada día el
sol nos sorprende más temprano aquí adentro –señala tranquilo el primero de
ellos.
-Todos los
días parecen iguales, nunca hay nada diferente: los mismos árboles, el mismo
viento, el mismo sol, los castaños con su constante chillido, el vacío que se
siente… todo es lo mismo –aclara el otro.
El amigo no tan imaginario
María ya se había acostumbrado a los juegos de su hija con su amiga
imaginaria. Al despertar lo primero que hacía la pequeña Laura era ver cerca
del buró que estaba en su cama y dar los buenos días a su amiga. Después
desayunaba y entre plática y plática le ofrecía un poco de alimento. Y luego
jugaba todo el día con ella: a la comidita, a las escondidillas, a la
resbaladilla, a las muñecas, a escribir en la computadora… a todo.
Para María eso era
normal y aunque al principio trató de explicarle a la niña que su amiga era
producto de su imaginación, decidió que la niña se divirtiera un rato, como no
tenía hermanos ni amigos con quien jugar pensó que era normal que ella
inventara una amiga.
Cuando la casa
estaba en total silencio, María escuchaba la charla y las risas de Laura
mientras jugaba. A veces se metía bajo la mesa y entonces pedía a María que
colocara sábanas para cubrir su pequeña casa. Y así lo hacía ella: le creaba
una pequeña cama, le daba sus juegos de té, algunas muñecas y una pequeña mesa.
Y ahí pasaba horas jugando y riendo. Otras más se sentaba frente a su tocador
de juguete y ella maquillaba a su amiga. Y qué decir de las escondidillas donde
corría por toda la casa en busca de su pareja de juegos, a quien encontraba en
la cocina, en el baño y a veces bajo el ropero. En ocasiones, jugaba a la
comidita con los dulces que le compraba María y lavaba sus trastos después de usarlos.
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