Yo no quería hacerlo
La habitación no era muy grande. Dos
estrechas ventanas, con protección interna, yacían en la pared lateral y cual
ojos tristes contemplaban a ese hombre rollizo de manos rudas y nariz ancha. En
el enorme cristal, frente a las ventanas, de reojo él podía ver su silueta. Una
mesa y dos sillas eran toda la decoración. Al principio le pareció una
habitación fría, pero cuando los minutos pasaron un extraño calor se apoderó de
su cuerpo: comenzó en los brazos, pasó a las piernas y sin más se depositó en
su pecho. Cómo deseaba un poco de brisa fresca. Sus manos empezaron a temblar,
gruesas gotas de sudor bajaron por su cabeza recién rapada y a sus pies les dio
por hacer leves movimientos.
Un hombre
alto, moreno, de rostro fiero y barba sin arreglar entró de pronto y azotó la
puerta. Él tembló en esa silla. El hombre arrojó sobre la mesa un sobre
amarillo, algunas fotografías salieron de él. Él contempló de reojo una, pero
vio un insistente color rojo en ella y desvió la mirada.
¡Y todo por un signo!
Cabizbajo, atravesó el paso a desnivel que lo
llevaba hasta las escalinatas del metro. Estaba tan absorto en sus pensamientos
que no escuchó los gritos de los vendedores pregonando sus múltiples
mercancías, ni se percató de la riña entre una mujer y un joven moreno de
cabello largo, quien afirmaba haberle entregado correctamente el cambio a la
escuálida niña que se sujetaba temerosa del amplio vestido de su madre.
Dejó atrás
los gritos. Subió la sucia escalera donde ya se percibía el ruido de los autos.
Esquivó un puesto de dulces y antes de ingresar a los andenes se detuvo: “No puede ser”, se dijo muy triste mientras se llevaba la
mano a la cabeza. Un hombre viejo lo contempló y se conmovió de su rostro
descompuesto. “Debemos
seguir adelante, joven. No hay de otra”, afirmó el anciano mientras tocaba el hombro del joven. Éste lo
miró extrañado.
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