48 horas
Un fuerte olor le da en la nariz y le baja
hasta el vientre. Los deseos de expulsar los alimentos de unas horas atrás son
intensos. Se lleva la mano al rostro y se cubre la nariz y la boca.
El olor es insoportable.
Sólo un poco de claridad entra e ilumina, a
media luz, el lugar. No
puede ver con detalle nada. Se frota los ojos, pero no distingue mucho.
Pareciera estar sobre algo suave. Mueve los pies lentamente. Le duele la cabeza
y el ruido provocado por el agua corriendo, en algún lugar, la altera.
Observa hacia arriba y como a seis metros
distingue una diminuta luz. Con dificultad se pone de pie, siempre viendo hacia
arriba. Todo es silencio. Poco a poco baja la vista y contempla las altas paredes
formadas por la roca casi blanquizca. El lugar es estrecho. Respira con
dificultad, el olor a putrefacción entra sin problema a sus pulmones.
Confundida intenta llorar, pero las lágrimas
no salen de sus ojos. Su quijada tiembla. Se lleva las manos al rostro. Baja la
vista, ahora sus ojos ya se han acostumbrado a la oscuridad. Observa aquello
que yace bajo sus pies y que en un principio creyó que era basura: dos cuerpos
con el rostro cubierto con cinta y los brazos y las manos atadas con la misma.
Manos
Un rayo de luna se cuela por la pequeña
ventana e ilumina los bultos tirados sobre el piso: ropa sucia, rostros
cansados, manos callosas y la pobreza adherida a la piel. Afuera, cientos de
sonidos entremezclados se combinan con el viento. Abultadas gotas de sudor
resbalan por mis sienes. Las noches son calurosas y los días aun más. Mis ojos
se niegan al sueño y sólo me dedico a contemplar el hueco de la pared. Mi madre
decía que mis ojos eran negros, profundos como la noche y al verlos la paz
llegaba a ella. Ahora, no sé cómo son mis ojos ni si aún propaguen la paz para
los demás.
Mi bisabuelo
me contó que hace muchos, pero muchos años, zarpaban enormes barcos repletos de
negros. Atravesaban los mares, desnudos y encadenados, y con poco alimento
cuando bien les iba. Llegaban hasta tierras lejanas donde los hombres blancos,
de ropa limpia y olorosa, inspeccionaban sus dientes, sus cuerpos y tras el
pago se los llevaban con ellos. Su vida transcurría bajo los rayos del sol y si
las enfermedades no los mataban lo hacían los mismos hombres. Y cuando un barco
era sorprendido en altamar parte de la carga iba dar al fondo de las aguas. El
llanto, los gritos y el terror se apoderaban de todos.
Los ojos de
mi bisabuelo se nublaban cuando llegaban a él las imágenes pasadas de boca en
boca. Entonces se acercaba el cigarro a los labios, aspiraba fuertemente y
después de un instante lanzaba el humo al viento. Y una leve ráfaga lo llevaba
lejos: atravesaba el pueblo, el río, la selva, las montañas y se elevaba hasta
las nubes donde desaparecía. Él decía que así el hombre se deshacía de los
malos recuerdos, pero sólo por un tiempo porque al caer la lluvia los traía
consigo y los depositaba en los ojos de los hombres, de donde resbalaban y se
adherían a su piel. Sólo así ningún ser humano podía olvidar los recuerdos, las
historias que han formado parte de su vida y de sus antepasados.
En mi país hay
muchos Méxicos
Ese día la muerte se acercó a dos hombres: el
primero de ellos murió cuando un automovilista borracho lo atropelló. Falleció
con el estómago vacío porque esa tarde prefirió comprar el medicamento de su
hija Martha y dejar la comida para la hora en que pudiera llegar a casa; el
segundo sucumbió ahogado con una semilla mientras estaba sentado en su
amplísima sala observando en su pantalla extraplana una película; a su lado, su
inseparable amigo Max, un perro bóxer de raza pura, degustaba una suculenta
carne sazonada exclusivamente para él.
Ambos hombres
vieron sus cuerpos inertes: uno sobre la fría y desolada calle y con el pie
izquierdo descalzo (“De todas
formas ya estaba roto y me entraba el agua por él”, se dijo el hombre triste); el otro tirado
sobre la alfombra que había comprado en Europa y con su pijama de seda.
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