Sin paz
Gruesas gotas de sudor bajan de su rostro
enrojecido por el insoportable calor de la tarde. La voz del locutor de la
radio habla de 38 grados a la sombra: en el interior del auto es mayor. El
tráfico es ligero. Una tienda comercial se observa del lado derecho. Él busca
la calle que lo lleve a su hotel, pero no ve ninguna placa que lo oriente. No
conoce la ciudad y parece estar perdido. Un par de automóviles se detienen para
dejar cruzar a una familia que lleva algunas bolsas de plástico con la despensa
del hogar. La música del auto contiguo inunda el de él y cubre por completo el
sonido de la radio. Hace una mueca.
Avanza, pero poco después los autos se
detienen.
Un ligero silencio se hace de pronto: sus
oídos parecen sordos y siente el cuerpo tan ligero como si flotara. Observa a
su alrededor: la familia que antes pasara corre aprisa en sentido contrario a
la circulación; algunas personas huyen asustadas; los vehículos delante de él
retroceden.
¿Qué no es
hombre?
Mi abuela me desviste lentamente, procurando
no lastimarme. Me baja el cierre del pantalón mientras trata de entablar
conmigo una conversación sobre las caricaturas que me gustan. El pantalón cae
sin fuerza sobre mis pies fríos. Ella se lleva la mano a la boca. Lentamente
desabotona mi playera y me pide que alce las manos para deshacerse de ella.
Trato, pero mis brazos no responden. Con delicadeza comienza a subírmela y
automáticamente mis extremidades se elevan. La ropa cubre mi rostro por un
instante, pero cuando deja mis ojos libres observo el rostro de mi abuela:
gruesas lágrimas bajan rápidamente por sus mejillas llenas de arrugas, sus
labios tiemblan y sus ojos se llenan de delgadas líneas rojas.
—¡Perdón, mi niño! ¡Perdóname! —dice ella
mientras sus manos se resisten a tocarme.
—¿Me abrazas, abuela? —le pido triste.
Ella me abraza tan fuerte que siento mi
cuerpo a punto de quebrarse. Sólo entonces puedo llorar. Las lágrimas acuden
rápidamente a mis ojos dolidos y mojan mi rostro. Lloro y grito, y en cada
lamento ella me abraza más fuerte. No paro de llorar, hace tanto tiempo que no
lo hacía. Mis hermanos corren al baño donde nosotros nos encontramos y rápido
nos abrazan y se unen al llanto.
XX
El despertador sonó a las dos de la mañana.
Juana se movió aún adormilada. Pablo la abrazó y besó su hombro. El sonido del
despertador no había tenido efecto sobre él: no durmió en toda la noche.
—¿Ya es hora? —preguntó Juana con un triste
susurro.
—Sí —no dijo más.
La mujer se puso de pie, y a tientas buscó su
suéter a los pies de la cama. Cubrió sus hombros desnudos, se calzó las
sandalias y en silencio salió a la habitación contigua. Pablo la siguió. La
pequeña estancia se iluminó con la luz de una disminuida vela. Juana hurgó
entre los trastos despostillados y de la reja de fruta, que le servía de
alacena, sacó un envoltorio. Lo introdujo en una pequeña maleta negra de
agarraderas reforzadas una y otra vez. Él se acercó a ella... la abrazó. Ella
lloró y él se tragó las lágrimas sólo para no preocuparla más. “Todo estará bien...
¡Te lo prometo!... Es la única forma, lo sabes”, dijo él y besó su frente.
Los dos se sentaron a la mesa, ella le sirvió
un cargado café negro que disfrutó con un pan de coco, bastante seco y duro. En
un plato colocó dos tacos de frijoles, que él comió despacio.
—Sírvete algo... No me dejes comer sólo esta
vez. Es la última vez que como contigo —señaló con sus ojos negros de mirada
complaciente.
Ella se puso de pie y se acercó a la estufa.
Tomó una taza, se sirvió café y regresó a su lugar.
—¿No comes pan? —preguntó él.
—Sólo hay para los niños —dijo ella y bajó la
mirada.
—Ves cómo no hay otra opción. Si me quedo
aquí esperando que al gobierno se le ocurra crear trabajo nos vamos a morir de
hambre. Los niños necesitan comer —mencionó Pablo.
Después de unos minutos se puso de pie. Juana
se incorporó rápido: sus manos estaban cubiertas por una ligera humedad y su
quijada comenzaba a temblar. Pablo se dirigió a la habitación de donde había
salido minutos atrás. Corrió la cortina que dividía las dos estancias y se
encaminó a la cama vecina a la suya. Dos pequeños cuerpos reposaban tranquilos
entre las cobijas. Se inclinó, acarició el rostro de cada uno de ellos y les
besó la frente. Lloró. Los niños se movieron y susurraron algo que él no logró
comprender.
No hay comentarios:
Publicar un comentario